N-II: un viaje instructivo
Antes de construirse las autopistas de pago, la N-II era la única carretera que unía Madrid con la frontera francesa. En teoría, sigue siendo una carretera fundamental, un importante nervio del Estado, una infraestructura básica que el Gobierno de Madrid tiene la obligación de mantener en condiciones. Me propongo usarla. Girona-Barcelona: menos de 100 kilómetros. ¡Sin peaje! No me llamen iluso porque tenga esta ilusión. Para evitar las horas punta, inicio el recorrido a las 11.20 horas. Doble carril por banda, un tercer vial de servicio, enormes rotondas: acaba de inaugurarse la entrada sur a la ciudad. Sin embargo, en el stop que comunica el vial urbano con la variante de la N-II, debo contar más de 40 camiones antes de poder colarme. Circulamos en fila india y a paso ligero. Por el centro, zumbando, avanzan unos gordos motards tocados con cascos de la II Guerra Mundial. El día es lechoso, furiosamente cálido. El aire acondicionado de mi viejo Opel apenas consigue matizar el bochorno. La fila india se aligera. Aceleramos un poquito. Los camiones del sentido contrario se turnan para un concierto de bocina. Deduzco el porqué: plantada como un árbol junto al asfalto, una joven filiforme, de cabello rojizo y minifalda extrema.
Viajo de Girona a Barcelona sin pagar peaje. Me dicen que es imposible, que en Tordera la N-II es engullida por las poblaciones que atraviesa
Contraste entre la dura escenografía industrial que se alza a lo largo de la carretera y los campos de trigo dorado que alternan con los frondosos verdes del entorno. En un rincón cochambroso, junto a unas naves envejecidas, sentada en una silla playera, una lolita rubia. Pasado el desvío del aeropuerto, el tráfico se diluye a ojos vista. Casi consigo los 100 por hora. El entorno se suaviza. Bajo la luz lechosa, unas colinas amables, tapizadas de verde y oro. De nuevo una joven sentada en la cuneta. Mira al cielo y muestra sus largas piernas blancas. Aquí, cerca del popular Hostal del Rolls, cayó asesinada, hace menos de un año, una de estas chicas. Se dijo entonces que provienen del Este y que pasan el día en la carretera dominadas por mafiosos eslavos. Después del asesinato, algún político de la Generalitat prometió ocuparse de ellas. Ahí están, todavía. Una más. Y otra.
En una gasolinera, repostando, pregunto por la N-II al encargado: "En este tramo, es la carretera más transitada de España". Le explico que quiero llegar a Barcelona. "¡Imposible! A partir de Tordera, la N-II desaparece engullida por las poblaciones que atraviesa. Tendrá que coger la autopista del Maresme". No quiero pagar peaje, quiero usar una vía pública. "No llegará nunca". Y sin embargo, avanzo de momento sin muchos agobios a través de los espesos montes de la comarca de la Selva. De vez en cuando se hacen visibles las urbanizaciones. Antes, estos montes eran muy solitarios. Aquí cazaba Prudenci Bertrana, un escritor periférico e inadaptado a quien nadie hizo caso. Ahora estos montes están siendo asfixiados por los humildes que huyen de las asfixias de la ciudad dura.
Las 12.02 horas. Cruce de Blanes. Semáforo en plena N-II. Cinco minutos de cola. Cruzado el seco Tordera y después de una cuesta que ascendemos en lenta cola, la carretera se bifurca. La autopista del Maresme, para los que quieran conducir como Dios manda: peaje. Mientras que, tal como ha anunciado el tipo de la gasolinera, la N-II se convierte en una calle de pueblo. Mejor dicho: de pueblos. No hay solución de continuidad entre los municipios. Palafolls, Malgrat, Santa Susanna, Pineda, Calella, Canet, Arenys... El Maresme costero es hoy en día un fabuloso Cafarnaúm. Agricultura intensiva, turismo, industrias, infinitas construcciones, naves, chiringuitos, hoteles, rascacielos, casitas menestrales, prostíbulos, tiendas mil. Limpieza y fealdad, mar y cutrerío, belleza y caos. Turistas rubios, labradores negros, cocineros amarillos, un burro, rotondas que parecen garden center, coches y camiones a barullo, coches hasta el vómito, peatones que cruzan la N-II como Pedro por su casa, túneles, semáforos y una incesante galería de negocios y viviendas mezcladas con huertos muy bien peinados, montículos polvorientos y deliciosas franjas de azul marino para calmar un poco la vista antes de regresar al caos. El territorio está completamente machacado, pero el bullicio humano que habita estos pagos y circula por esta inexistente carretera tiene el aspecto risueño y gordito de los ángeles barrocos. El Maresme es un gran altar barroco dedicado al dios de los excesos. Después de múltiples interrupciones, embudos y colapsos, llego al desvío de Mataró a las 13.35 horas.
Digo desvío porque, para sortear Mataró, los coches de la N-II acceden gratuitamente a la autopista del Maresme. Asciendo a la montaña. Allí el exceso se domestica. La fealdad se hace invisible. Urbanizaciones de lujo, apareados varios. Los pinares ligan de maravilla con el mar de fondo. Se acaba la gratuidad y la N-II regresa a la línea costera. Vilassar, Premià y El Masnou parecen gemelas. Avanzamos en espesa y fatigosa caravana. Las casas noucentistas y modernistas emergen entre el caos y el exceso, para recordar que, en este trocito de costa, los ricos de 100 años atrás inventaron el veraneo. El itinerario está decorado por anoréxicas palmeras, ennegrecidas por el humo del tráfico. De repente, pasado El Masnou, emergen los tres dedos monstruosos de la térmica del Besòs. ¡Estoy llegando! Entre Montgat y Badalona, el escenario toma un perfil más urbano y fabril. Unas madres cruzan la carretera arrastrando a los niños hacia la playa. Al menos esto hemos ganado: que los hipotecados pisitos de las familias obreras parezcan apartamentos costeros. En Badalona, debo desviarme por la C-31. Como un Guadiana, la N-II desaparece. La recupero poco antes de entrar en Sant Adrià. A pesar del tremendo calor, el Besòs no está seco. De repente estoy en la Rambla de Guipúscoa. Son las 14.10 horas. Casi tres horas de instructivo viaje.
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