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Reportaje:

Ciudad de la miseria

Unas naves industriales situadas al lado de una de las zonas más lujosas de Valencia acogen a indigentes e inmigrantes ilegales

A un lado del antiguo cauce del río Turia en Valencia se multiplican los carteles de venta y alquiler por precios desorbitados. Se ofrecen vistas a la Ciudad de las Ciencias, vecindad con la Ciudad de la Justicia, visiones más o menos bucólicas del mar a lo lejos, entre un sarpullido de grúas que anuncian una inminente reproducción de espacios en los que se colgarán idénticos carteles. Al otro lado, las ofertas de alquiler y venta están por los suelos. Pero antes incluso de adentrarse al barrio, de pasar de la Avenida de Francia y descubrir el abandono de los que fueron vecinos de toda la vida, unas naves que fueron símbolo de la industrialización y el desarrollismo se han convertido en miserable, sucio y peligroso cobijo de indigentes, inmigrantes en situación irregular y familias gitanas expulsadas de campamentos establecidos en otros puntos de la ciudad.

El abandono de la actividad industrial dejó el territorio libre para el expolio
Apenas 10 metros separan las aulas de un colegio de la entrada a un submundo miserable

De cómo se malviven en el interior de las enormes naves de principios de siglo XX tienen perfecto conocimiento los alumnos de un colegio público del Grau. Menos de diez metros separan las ventanas de sus aulas de las dos gigantes puertas de entrada a un submundo de suciedad y violencia. Durante los últimos meses de clase, las matemáticas, las sociales y el valenciano han tenido un telón de fondo que ha supuesto incluso tener que acudir a los juzgados a dar cuenta de en qué se están convirtiendo las que fueran dependencias del molino de harina, una empresa de tratamiento de grano que llegaba al puerto, que linda con Evimport, una nave de almacenamiento que aún se usa y que ha sido víctima de saqueos en varias ocasiones.

El molino de harina cerró sus puertas hace escasamente un año. El abandono de la actividad dejó el territorio libre para el expolio. Las furgonetas de chatarreros cargaron a placer con la maquinaria, alguna centenaria, que guardaba la empresa (de más de 1.000 metros cuadrados y cuatro plantas de altura, con un patio propio de carruajes donde en alguna esquina aún se conservan restos de los adoquines originales). El trasiego, la operación desguace, fue denunciada por los vecinos del Grau a la policía. Sin embargo, la limpieza de todo aquello que pudiera ser susceptible de ser canjeado se hizo sin obstáculos. Y convertido el molino de harina en una estancia inmensa, quienes se las ven en su vida diaria con la angustia de un cobijo la tomaron como propia. Hoy, colchones mugrientos, ratas negras de 40 centímetros, cristales por el suelo, restos de comida tomados por las moscas, sin agua, con la luz posible de enganches ilegales, ropa sucia, sin lavabos, bajo un sistema de mafia y chantaje sobre el espacio que ocupa cada cual y la presencia de adicciones peligrosamente extendidas dibujan la actividad marginal que vive en el molino de harina.

Y el tramo de calle entre el molino y la escuela se ha convertido en un lugar no recomendado para transitar. Los más pequeños han sido utilizados en varias ocasiones como cebo para que algunos conductores (que ahora deben pasar por allí por unas obras) paren su coche pensando que algo ha ocurrido. Cuando desencajados bajan del auto y se acercan a la criatura que reclama su atención, otros toman el vehículo y lo desvalijan en décimas de segundo. Un juzgado investiga la denuncia presentada por una madre tras las lesiones que uno de sus hijos, un menor, recibió tras ser increpado primero y asaltado después por otros del molino. Los profesores del colegio público, testigo de la degradación, han tenido que cambiar sus hábitos y buscar otras zonas de aparcamientos, sus coches aparecían reventados con tanta asiduidad como la de su presencia en las clases. Otro juzgado ha reabierto una denuncia de los vecinos contra el propietario de la nave para que se tomaran medidas sobre la ocupación.

Mujeres, niños semidesnudos, descalzos y sucios, amos de la calle, inmigrantes subsaharianos y de países del este, alrededor de 200 personas comparten un destino fatal de marginación entre la inmundicia y el olvido, presos de las infecciones y el miedo, en una fábrica que lo fue todo y hoy no es más que un recuerdo que nadie parece estar dispuesto a recuperar para evitar que seres humanos convivan con la basura como si de una situación natural se tratara. Quienes trabajan en el colegio definen el molino, y otras dos naves -éstas protegidas- como el reino de los despojos, "qué importa si está aparcada aquí, donde nadie más que nosotros la ve, la gente desahuciada por la sociedad, ¿a quién le importa? De momento, sólo a los padres de los niños que llevan un año viendo este paisaje, tal vez creyendo que es normal".

Quienes viven ahí no quieren poner nombre ni voz a su historia. De soslayo, con sospecha y a la defensiva, alguno como Igor, que dice ser rumano, afirma: "Esto no es de nadie, ahora es mi casa. No tengo otra. No quiero policía". Pegados a sus piernas van dos niños de no más de cuatro años. No llevan zapatos. La ropa no es de su talla. Juegan con los restos de madera quemada en una hoguera sobre la que se ha calentado la comida. José, uno que parece patriarca de los gitanos, sólo está dispuesto a decir: "Fuera de aquí, no hay nada que le interese a nadie". Junto a él, en sillas plegables, a la sombra de las seis de la tarde, se sientan tres mujeres y dos adolescentes. Media docena de niños juegan alrededor. De fondo se escucha el martilleo de dos búlgaros, dicen, sobre una puerta que limitará la zona que van a ocupar en la parte más alta de la fábrica.

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