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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Fregando el suelo me gano el cielo

Llaman a la puerta y es esta mujer que ven en la foto, pero vestida con el uniforme de limpiadora. Me pide que le eche una firmita en la hoja de ruta, conforme ya ha fregado la escalera, de arriba abajo. Se la echo. Me explica que se llama Cándida Fuentes y que a los 16 emigró a Barcelona para ponerse a servir. Era el año 67. Luego, dejó de ser chica de servicio porque se casó, pero empezó a hacer casas y despachos. Ahora que acaba de separarse, además de limpiar estudia informática. Los empleados de una sucursal bancaria en la que presta sus servicios le han regalado un ordenador que no usaban y ella se ha comprado el libro Multimedia para torpes. "Ya tenía yo ganas de meterme en el PC", dice. Y me asegura que cuando domine el Word escribirá la historia de su vida. De momento, tiene el título. El de esta crónica.

Cándida dejó de servir cuando se casó y empezó a hacer casas y despachos. Ahora, separada, además de limpiar estudia informática

"En los años sesenta, las criadas, las chicas para todo, iban muy buscadas", me cuenta, mientras tomamos un frankfurt (fuera del horario laboral). "Te contrataban en el mercado mismo si te veían dispuesta. Te decían: 'Te doy 100 pesetas más si te vienes a mi casa'. Hacíamos lo que ahora hacen las filipinas". Sirvió en casa de un conde, en la de una señora francesa y en la de un fabricante textil. Se acuerda de que por las mañanas el ama de llaves llenaba con café una botella de Coca-Cola, de las de medio litro, para cada criada. Se tenían que administrar ese café para todo el día. Se calentaban su poquito para el desayuno y su otro poquito para la merienda. A las ocho empezaba la jornada, sirviendo el desayuno del señor. Luego le entraban el desayuno a la señora y le preparaban el baño. Cuando la señora salía de compras con el chófer, Cándida le hacía la habitación. Era normal que los amos escondieran dinero en lugares insólitos que sabían que la chica iba a limpiar, para probar su honradez. Un día, Candi le dijo a la señora: "Es el último billete que devuelvo. El próximo me lo quedo". A la hora de las comidas, le tocaba estar de pie, con su cofia y su delantal, en el comedor. "Servir la comida va así: la cocinera pasa la comida al primer office, un cuartito pequeño donde se guarda la vajilla, la cristalería..., y una bandeja caliente para mantener los platos [en esa época no había microondas]. Del office, los platos pasan al segundo office, donde está la segunda camarera, y de allí, al comedor, donde estoy yo: la primera camarera". Al empezar a trabajar en la casa, la señora le dijo lo clásico: "Sobre lo que oigas en la mesa, eres sorda y muda". Aunque, cuando querían hablar de algo importante, lo hacían en francés o en inglés. "Ellos nunca te dirigen la palabra. Si quieren vino, no te dicen 'quiero vino'. Levantan la copa. Y por la copa, sabes el color del vino que te piden. Si hay invitados, primero se sirve a la señora invitada. Si hay varias, a la mayor. Los hijos también van por orden de edad, empezando por las señoritas. Y los platos se quitan de uno en uno, primero izquierda, luego derecha. ¡Imagínate lo que dura la comida!". Después, Cándida comía en la cocina con las otras cinco personas de servicio, pero en la pared había unas bombillas que se encendían si los dueños tocaban el timbre. "Durante el postre, yo siempre rezaba esto: 'Ya hemos comido, satisfechos estamos, Dios se lo pague a nuestros amos, y que ellos no se vean como nosotros estamos'. El chófer se moría de risa". Una vez se encendió la bombilla que correspondía a Cándida. "Manden los señores". Le pidieron que repitiera ese rezo que decía después de comer, porque el ama de llaves les había comentado que era incorrecto. "Desde ese día, si en una casa había ama de llaves, yo no me quedaba. Son las chafarderas de los señores y viceversa".

Por la tarde, cosían el ajuar en la habitación de plancha. "A esa hora no hay trabajo, excepto servir algún té, estar por ellos, ponerles el abrigo y llamar al ascensor si salen. O servirles refrescos si juegan al bridge. Después de la cena, hay que destapar las camas y dejarles su vasito de agua en la mesilla". Cándida dormía con la otra camarera. En cambio, el ama de llaves y la cocinera tenían habitación propia, y el chófer y la mujer de la limpieza pasaban la noche en sus casas. "Me acuerdo de que uno de los señores que tuve jugaba al póquer después de cenar. Esas partidas duraban horas, y yo tenía que estar despierta en la cocina sólo para ponerles el hielo en las copas. Se hacía la una, las dos... Un día le dije: 'Señor, ¿no les da pena tenerme despierta sólo para el hielo?'. Y me dieron una propina que era mi sueldo de un mes. Imagínate lo poco que cobraba una criada". También recuerda que en casa del fabricante textil duró poco. "El hombre llegaba siempre de la fábrica dando portazos. Un día me dice que quiere una tortilla a la francesa. Se la hago. Viene el ama de llaves: 'Que el señor dice que le falta sal, que le hagas otra'. Le hago otra. Hasta seis tortillas le hice, porque ninguna le gustaba. 'No las tires', decía el ama de llaves. '¿Cómo que no? Si no están bien para el señor, no están bien para nosotras', contesté. A la tortilla número siete, abro la puerta, me voy al comedor, pongo el delantal y la cofia en el regazo del señor y le digo: 'Me marcho'. Y me marché. Pero, claro, entonces era joven y lo mío cabía en una maleta".

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