El más triste de los alquimistas
L. M. Schneider, 'in memoriam'
HACE POCO más de diez años publiqué mi primera novela, cuya trama giraba en torno a la vida y la obra de Jorge Cuesta (1903-1942); su título, A pesar del oscuro silencio, provenía de una línea con la cual el poeta mexicano cerraba las dolorosas cartas dirigidas a su hermana Natalia. Recuerdo perfectamente las circunstancias que me llevaron a interesarme por su figura: en esa época yo estudiaba Derecho y, sin que viniese a cuento, uno de mis compañeros comenzó a relatar una anécdota, aparentemente escalofriante, sobre la muerte del escritor veracruzano. Entonces yo sólo sabía que Cuesta había pertenecido al célebre grupo de la revista Contemporáneos y que, al lado de Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Bernardo Ortiz de Montellano y Enrique González Rojo -para utilizar sólo la nómina oficial-, había contribuido a transformar drásticamente la vida literaria mexicana, alejándola de los paradigmas nacionalistas y acercándola a una valerosa universalidad. Sin embargo, nunca me había detenido a revisar sus escritos -numerosos poemas, en especial sonetos de una angustiosa perfección, decenas de ensayos sobre literatura, política y artes plásticas, algunas piezas de ocasión y su tesis doctoral en la Facultad de Química- y ni siquiera había escuchado la leyenda negra que circulaba en torno a su deceso.
A propósito del centenario del poeta mexicano Jorge Cuesta
Mi amigo narró la si
guiente historia: pese a que Octavio Paz había escrito que Jorge Cuesta era el hombre más inteligente que había conocido en su vida, lo cierto es que desde niño padecía una enfermedad mental que fue agudizándose con el paso de los años. Tras su fracasado matrimonio con Lupe Marín, quien fuera esposa de Diego Rivera, la salud mental de Cuesta sufrió un deterioro cada vez más acusado, el cual lo llevó a intentar violar a su propio hijo. Consciente de su insania, Cuesta mismo decidió ingresar en una institución de salud mental. El día en que los enfermeros pasaron a llevárselo -relataba mi compañero de Derecho-, Cuesta les abrió la puerta en un estado de asombrosa lucidez; los hizo pasar al salón y, con la mayor de las corduras, les pidió unos momentos de espera. Atónitos, los empleados lo dejaron ir al cuarto de baño, donde el poeta se afeitó y se acicaló minuciosamente; de regreso, otra vez con un inusual dominio de sí mismo, les solicitó unos minutos más, pues necesitaba concluir una tarea urgente antes de marcharse con ellos. Ante el pasmo de quienes hubiesen debido amordazarlo, Cuesta tomó tres hojas de papel y, encima de la cómoda, pergeñó de un tirón las tres últimas estrofas del Canto a un dios mineral, el hermético poema al que había consagrado sus últimos años. En cuanto concluyó, se puso en manos de los dos hombres, los cuales se apresuraron a conducirlo al manicomio. Unas semanas más tarde, llevando al extremo el delirio que quería apartarlo de la vejez y del paso del tiempo -y, de alguna forma, poniendo en práctica el sentido final de su poética-, Cuesta se emasculó. Aunque los médicos alcanzaron a salvarlo, poco después el poeta al fin se dio muerte, ahorcándose con las sábanas de su cama.
Más que escandalizarme, la espantosa historia me pareció dotada de una belleza singular. Mi conclusión era clara: si alguien es capaz de terminar un poema antes de sumergirse para siempre en los abismos de la locura y de la muerte, es porque la literatura no es algo banal o accesorio, sino una condición esencial en nuestra vida. A partir de ese instante, me dediqué a estudiar minuciosamente el "Canto a un dios mineral", tratando de encontrar, en vano, una explicación en clave sobre la muerte de su autor, y más adelante no descansé hasta leer todos los libros consagrados a su vida y a su obra, entre los que destacan los trabajos de Louis Panabière, Guillermo Sheridan, Alejandro Katz, Luis Mario Schneider, Miguel Capistrán, Nigel Grant Sylvester y Christopher Domínguez.
De alguna forma
A pesar del oscuro silen
cio no es otra cosa que el relato del itinerario de asombros que me provocó el "caso Cuesta". No obstante, mi objetivo aquí no es referirme a aquella temprana novela, sino a la fascinación que Cuesta sigue despertando en mí y, sobre todo, a la profunda actualidad que su pensamiento guarda en nuestros días. Como se ha señalado, Cuesta fue el "primer intelectual moderno" de México y tal vez de toda América Latina. Si bien él siempre se consideró poeta, su obra ensayística es muy amplia y variada, y en ella se encuentran ya los gérmenes de todo el pensamiento mexicano del siglo XX. A diferencia de sus compañeros de generación, principalmente interesados por la literatura, Cuesta también fue un crítico político de enorme originalidad; de hecho, los únicos libros que publicó en vida fueron dos panfletos en contra de Cárdenas y Calles, los dos presidentes fundadores del sistema político mexicano. Influido por autores tan contradictorios como Julien Breda y Nietzsche, Cuesta era ante todo un racionalista que detestaba tanto el cerrado nacionalismo de la época como las limitaciones de la educación socialista, incapaz de tolerar el autoritarismo inmanente al régimen posrevolucionario.
Atacado una y otra vez por el gobierno y los sectores más conservadores y chauvinistas de la crítica -en 1932 fue clausurada la revista que había fundado tras la desaparición de Contemporáneos, Examen, por supuestas faltas a la moral-, Cuesta se encargó de proporcionar el argumento definitivo contra aquellos que los atacaban a él y a sus compañeros de generación por no ser suficientemente mexicanos y acercarse demasiado a las modas de Europa: el nacionalismo -les respondió en un ensayo memorable- es también una invención europea. En efecto, Cuesta y sus amigos no tenían dudas de que México era una parte de Occidente -una parte excéntrica, como escribiría más tarde Octavio Paz- y de que la mejor manera de ser sabiamente nacional era siendo generosamente universal, para parafrasear el célebre apotegma de Alfonso Reyes. Para Cuesta, la literatura y la crítica literaria eran dos variantes de la inteligencia; acaso porque conocía muy bien su tendencia al desvarío, sus poemas y ensayos poseen una gélida transparencia que los convierte en cuchillos o estiletes con los cuales diseca minuciosamente la insania de su época. Obsesionado por esa racionalidad que se le escapaba, este hombre que terminó vencido por sus demonios se convirtió en el más lúcido intérprete de nuestra modernidad. Combatió todos los prejuicios de su tiempo e incluso se adelantó a denunciar los del nuestros: a pesar de su desgraciado fin, su voz continúa resonando en nuestros oídos como uno de los puntales de nuestra conciencia crítica. A cien años de su nacimiento, conviene recordar el epitafio que escribió para él su amigo Xavier Villaurrutia: "Agucé la razón / tanto, que oscura / fue para los demás / mi vida, mi pasión / y mi locura. // Dicen que he muerto. / No moriré jamás: / ¡estoy despierto!".
Jorge Volpi (México DF, 1968) es autor de En busca de Klingsor y El fin de la locura (ambas en Seix Barral).
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