Un honrado "vendedor de clavos"
Desconozco la suerte que tendrán estas líneas, no sé si llegarán al tiempo de la despedida. Me asomo al ordenador, con la tristeza y la rabia que me embargan, para dar rienda suelta a los sentimientos. Rompo el silencio, no en mi nombre, sino en nombre de mi familia, y sobre todo de la persona que más sufrió, por mis pasadas responsabilidades políticas en Interior durante doce años, los mordiscos de la jauría mediática desatada en la segunda mitad de los noventa: en las postrimerías de los Gobiernos socialistas.
Ha fallecido el pasado miércoles, en una Residencia privada para ancianos, entre el mimo y el exquisito cuidado de enfermeras, ayudantes, médicos y personal en general; en el silencio de una convivencia que agonizaba, que se acercaba a la tenua raya de un horizonte en el que se ha perdido para siempre. Enrique Esquiva González, era mi suegro, el padre de Ángeles, mi mujer, un buen hombre, que llegó a los años de la insidia, de la calumnia y de la infamia con la mente cansada, perdida en el laberinto de una poderosa enfermedad que nos aleja irremediablemente de los nuestros: cortocircuitando las comunicaciones, las emociones, los deseos y hasta el sentir de nuestro propio cuerpo.
Comenzó a sufrir con lo que leía, con lo que oía cada mañana, semana tras semana, cada mes, durante años, con los despojos que caían de las páginas de los periódicos, de las ondas, de las imágenes televisadas, en una procesión incesante, pero sobre todo innecesaria para lo que se perseguía. ¿No les bastaba con mi persona? Se inmoló en un silencio que aceleró su enfermedad, en un estupor que le obligaba a refugiarse en un rincón del cerebro que ya no pudo encontrar.
Hasta siempre abuelo; no se acordarán de tu pasado en el Real Madrid, cuando eras un Iker Casillas de hoy o un Mono Burgos, de tu espíritu deportivo, de tu enorme simpatía, de tu humanidad, de tu ironía cariñosa y de tu bondad, sobre todo de esto último: de tu bondad. Te debo mucho, en público te lo agradezco. Deseo que aquellos que me mordieron en tu cuerpo, en su último día, tengan el rostro tan sereno como el que hoy tenías.
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