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Reciprocidad

Permítanme hacer un poco de memoria. A principios del pasado mes de mayo, apenas terminadas las operaciones militares a gran escala en Irak y a punto de comenzar la campaña para las elecciones municipales y autonómicas en España, el papa Juan Pablo II efectuó una breve visita apostólica a Madrid. Muchas almas piadosas (verbigracia, las de tantos docentes, seglares u ordenados, que llevaban meses impulsando al alumnado de casi todos los colegios religiosos del país a movilizarse contra la guerra...) y también una legión de progres algo sorprendidos, pero encantados de descubrir en el monarca del Vaticano a un ilustre compañero de viaje en materia de pacifismo, esperaron la llegada del pontífice saboreando por anticipado la regañina que éste aplicaría sin duda al presidente Aznar -el único miembro católico del trío de las Azores- y la alta legitimación espiritual que iba a recibir el masivo ¡no a la guerra! Sin embargo, no hubo nada de eso, sino toda clase de deferencias hacia los Aznar, un completo esquinazo a la oposición parlamentaria, unos discursos papales que parecían supervisados por La Moncloa, y ninguna alusión a Irak o al conflicto bélico de las semanas anteriores.

Ya en un análisis inmediato de lo sucedido entonces advertí que no había lugar para la sorpresa, que la Iglesia católica se rige por una implacable lógica constantiniana y que las claves de la benevolencia papal con Aznar y con su partido -una benevolencia que coadyuvaría, sin duda, a los resultados del 25 de mayo- tenían que ver principalmente con dos asuntos: la Constitución Europea, y el status de la religión en el sistema educativo español. Ocho semanas después, los acontecimientos han revalidado de lleno aquel diagnóstico.

En efecto, durante la pasada cumbre europea de Salónica hemos visto a José María Aznar hacer de España -junto con Polonia, pero Polonia todavía no está en la Unión- la más esforzada defensora de que el preámbulo de la futura Constitución Europea mencione explícitamente las "raíces cristianas" del continente, tal como exige la Santa Sede. Ha importado poco que fuera el propio Aznar quien, unos años atrás, secularizase la Internacional Demócrata Cristiana transformándola en Internacional Demócrata de Centro (IDC) y abriéndola a partidos de matriz islámica. Ha importado menos aún que, hasta ahora, los borradores constitucionales del Partido Popular Europeo (PPE) excluyesen toda referencia concreta al cristianismo. El presidente del Ejecutivo español parece dispuesto a ejercer toda su influencia sobre las organizaciones políticas y los gobiernos de la derecha continental hasta lograr la dichosa inclusión de la "herencia cristiana"; no por razones religiosas o morales -aclara-, sino "históricas". ¿Significa eso que los gobernantes de la Europa más laica o protestante carecen de sentido de la historia?

De cualquier modo, el empeño de Aznar a favor del referente cristiano en la UE adquiere mayor relieve en su simultaneidad con los cambios normativos que afectan al valor académico de la asignatura de religión en España. Resulta que los recién aprobados decretos de desarrollo de la Ley Orgánica de Calidad de la Educación convierten la enseñanza de la religión como credo (el subrayado es mío) en una materia "científica", obligatoria y evaluable igual que cualquier otra, desde los 6 hasta los 18 años, opcionalmente desde los 3 años. Sí, por supuesto, se establece también una alternativa laica bajo el nombre de Hecho Religioso; pero la jerarquía eclesiástica confía en que la vaguedad de sus contenidos, el temor a hacerse notar y ese "catolicismo por defecto" tan propio de los españoles disuadan a la gran mayoría de los padres de solicitarla, y aseguren de este modo el adoctrinamiento generalizado de las próximas generaciones adultas.

Así, pues, la Conferencia Episcopal se ha salido con la suya tras un cuarto de siglo de acechar la ocasión propicia, y ha arrancado de un Aznar en retirada lo que no obtuvo ni de los centristas Suárez y Calvo-Sotelo, ni del socialista González, ni siquiera del propio Aznar en su fase ascendente: un acuerdo leonino que desprende relentes nacionalcatólicos, que el principal partido de la oposición (el PSOE) rechaza y al que se oponen buena parte de la comunidad educativa y muchos padres de familia. Un acuerdo, pues, fuertemente polémico, desprovisto de cualquier consenso político o social y, encima, anclado a juicio de la cúpula de los mitrados en la peligrosa tesis según la cual los acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1976 y 1979 son "supraconstitucionales", cuando lo que quizá sean es... anticonstitucionales. La oportunidad, eso sí, está bien aprovechada, porque el partido socialista tiene ahora mismo otras urgencias mucho más imperativas que atender.

La pasada semana, mientras se terminaba de cocinar el generoso obsequio de la ministra Pilar del Castillo a la jerarquía católica española, mientras Aznar preparaba sus maletas de paladín cristiano para la cumbre de Salónica, el siempre solícito cardenal Rouco Varela reiteraba en conferencia de prensa la condena pontificia de los "nacionalismos exacerbados". Al tiempo, y como si volviésemos a los ominosos días del "derecho de presentación de obispos", el recién nombrado titular de la sede de Vic, Romà Casanova, aseguró que "no hay una Iglesia catalana" porque la Iglesia es universal. Y es que ya lo dice el refrán: amor, con amor se paga.

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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