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Las raíces de la corrupción

Estamos sometidos a un bombardeo mediático que, de tanta información recibida, acaba desinformándonos. Cada noticia expulsa a la siguiente; nos impacta de momento, pero se olvida; deja un poso difuso, que tal vez emerja no sabemos cuándo. Lo peor de todo esto es tener la memoria como un archivo desordenado, donde las informaciones de tiempo diverso no se conservan porque no están relacionadas entre sí y no forman una síntesis con sentido que explique en profundidad su significado real y verdadero. Sin ella, no hay conocimiento racional posible, y sin él, tampoco podremos formarnos idea cabal de una nueva oleada informativa.

Si supiéramos relacionar lo que en la realidad social está ya relacionado, los hechos, enigmas y sospechas que nos narran diariamente los medios de comunicación sobre lo ocurrido en la Comunidad de Madrid, se desvelaría la verdadera trama que los hila y, aunque ésta no pudiera probarse ante los jueces, el ciudadano sabría a qué atenerse, podría juzgar con conocimiento de causa y actuar en consecuencia racional, y no por sentimientos compulsivos. Intentaré sintetizar para el lector mi propio juicio sobre el escándalo Tamayo yendo a sus raíces y sin irme por las ramas.

España "va bien", no por asentar su crecimiento en la inversión y las exportaciones, que sería lo correcto, sino, en gran medida, gracias a la burbuja inmobiliaria, a punto de estallar, que ha disparado a las nubes el precio de la vivienda por la presión especulativa del suelo y la hace inaccesible para la mayoría de la gente. Por otra parte, los ayuntamientos, a falta de la financiación que les debe el Estado por los servicios prestados, conciertan con los constructores políticas urbanísticas de las que ambos extraen altos beneficios mientras que las viviendas de iniciativa oficial brillan por su ausencia. A su vez, los partidos, con su costosa táctica electoral de marketing publicitario, son financiados de tapadillo ilegal por las poderosas inmobiliarias y crean con ellas tramas de favores mutuos a través de militantes más o menos destacados, mensajeros de la corrupción política. Con todo, la vinculación a los señores de la burbuja no es la misma en el PP que en el PSOE. Las sospechosas relaciones del secretario general del PP de Madrid con las inmobiliarias es un simple detalle revelador. El Gobierno está directamente unido a uno de los soportes económicos más influyentes de su política general porque no en vano pertenece al partido de los grandes intereses y de los grupos de presión capitalistas. La reconquista de las Baleares por el agente político del negocio urbanístico y hotelero (para más inri, ex ministro del Medio Ambiente) ha supuesto el abandono de la política ecológica y patriótica del socialista Antich y la interesada traición de la oportunista señora Munar, "nacionalista" mallorquina y especialista en terrenos.

El caso Tamayo-Sáez tiene la doble virtud de haber desvelado a la opinión el punto central, hoy, de la lucha socialista contra la derecha eterna y de obligar a Zapatero a una limpieza a fondo siempre diferida. La pugna por gobernar la región madrileña implicaba que si la izquierda, con Simancas a la cabeza, lograba la mayoría absoluta, podía acabar con la trama inmobiliaria pepera y oponer una televisión regional, honesta y objetiva, al sectarismo mendaz de la gubernamental y la privada (Antena 3). ¿Cómo no iba a estar interesado el PP en que Simancas y sus votantes no gobernasen y pusiesen en peligro sus intereses? Aunque no pueda demostrarse judicialmente, la mano de ese partido se intuye porque ¿no tiene todo el aspecto de responder a la notoria psicología de quien controla con mano de hierro a sus acólitos, corruptos o incorruptos? Con su poder mediático a lo Berlusconi, el gran putridor, ¿no puede, con este asunto, hundir la imagen popular y honesta de un Zapatero que es su contraimagen, reabriendo la antigua campaña contra aquel PSOE de "cien años de honradez"? El PP sabe que el pueblo español considera naturalísimo que las derechas gobernantes y los grandes poderes económicos sean corruptos porque identifica, acertadamente, afán de lucro y explotación con los políticos conservadores y reaccionarios. Pero no menos sabe, por experiencia triunfante, que ese pueblo no les perdona a los buenos de la película cualquier parecido con los malos. La contradicción del pueblo reside en que acaba aceptando a los que ya sabe que no pueden ser otra cosa que malos, negándose a confiar en sus santos por un pecado accidental. Todo ello muy tradicional e hispano: fatalismo sobre el mal inevitable, encarnado en los poderosos, y moralismo intransigente ante quien es esperado como un Cristo redentor impecable. Esta herencia de un catolicismo histórico mal asimilado se cruza hoy con la desmoralización (en todos los sentidos de la palabra) que el sistema capitalista genera como un gas o como un virus que todo lo infecta y corrompe. El afán de beneficio egoísta, el consumismo forzado por la televisión publicitaria, obligan a tener ingresos, bienes y nivel de vida superiores como los señores y señoritos de la derecha. Los más tentados suelen ser los de origen proletario e, incluso, socialista, pues la raíz más honda de esta corrupción sistemática que el régimen social imperante produce está en la enajenación mental (nunca mejor dicho) de los trabajadores de todas clases para que así se pasen, manos arriba, al bando contrario y vencedor.

Después de la jugada fina del PP, ¿qué respuestas tienen los socialistas en esta cruenta batalla de la lucha de clases entre las inmobiliarias y los sin vivienda accesible? Si la izquierda está realmente implantada en la región madrileña, como parece, debiera confiar en unas nuevas elecciones victoriosas, que serían la mejor respuesta a las maniobras mafiosas de la derecha. Un sondeo reciente de Tele 5 anuncia que los ciudadanos repetirían su voto pese a todo, y eso querría decir que han comprendido el sentido y la finalidad de la jugada sufrida por el PSOE. Pero si éste quiere proseguir su, hasta ahora, ascenso en la confianza de los españoles, debe ir hasta las raíces de la corrupción interna que pueda existir en el partido, para no equipararse, ni siquiera en escasa medida, a la radical de la derecha. Por paradoja aparente, eso es más difícil en un partido de democracia interna que en otro, autoritario y monolítico, en el que el jefe no necesita equilibrar grupos y corrientes. Aznar es el monarca absoluto del suyo. Zapatero es un federante nato, pero eso no le excusa de limpiar en todos los grupos que federa la mala hierba que florece en cualquier campo. Frente a unas inmobiliarias que inmovilizan la democracia y a un Aznar que, según un dicho castizo madrileño reciente, sólo triunfa por su "tamaño" y su "Tamayo", Zapatero y Simancas han de seguir luchando limpios de polvo y paja.

J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la UB.

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