El arte de la destrucción
Puede ser que a Pedro Goriena (Barakaldo, 1953) le haya faltado espacio para poder expresar plenamente su mundo personal en torno a la destrucción, la muerte y la resurrección, pero no así talento. Todo lo contrario. A raíz del incendio de su estudio ha reaccionado montando una original instalación en la bilbaína galería Catálogo General, cuya propiedad comparte con Teresa Medrano. Los objetos semiquemados que presenta dejan de ser ceniza para convertirse en memoria viva, mas sin dejar de asociarlo a la idea de la muerte. Como asunción de lo necrológico se deja moldear en escayola, a su medida natural, en postura yacente, exhibiendo su propia muerte en el escaparate a la vista del público. Añade más muerte en 13 autorretratos en actitud semejante a Cristo, entreverados con la imagen del propio Cristo. Esas imágenes están trazadas de modo rápido sobre lienzos, convertidos por la inercia de lo mortuorio en las tapas de trece ataúdes posibles.
Para dotar a la exposición de una mayor dosis de simbología, introduce un montaje con seis tiradas de tarot, con 22 cartas cada una. Más tarde, el artista interpreta aquello que, al parecer, dicen las cartas e interviene con su grafía personal pintando (solapando) día a día por encima del símbolo. Añade nuevos símbolos a los símbolos.
Hay más elementos de especial relieve en la exposición, incluida una urna de fúnebre alegría desde la que se invita al visitante a dar su opinión sobre lo visto. Destaca entre tal barahúnda la labor de Alba Hernández Medrano (Bilbao, 1982), que aporta un sinnúmero de pequeñas fotografías del estudio deflagrado, realizadas con sensitiva inteligencia. Son como migajuelas de brillante o, si se quiere, delicadas florecillas surgidas del detritus. Conviene seguir la estela artística que vaya marcando en lo sucesivo la joven Alba.
En la galería Epelde & Mardaras de Bilbao expone óleos, reducidas acuarelas y cajas con objetos Ramón Zuriarrain (San Sebastián, 1948). El mundo plástico del donostiarra discurre, como el río por la vega de su pensamiento, de manera suave y lenta. Los sutiles colores grises se ciernen sobre formas viscerales, semejantes a vulvas terminadas o en fases embrionarias. Estamos frente a una solvente exposición. Sin embargo, por no se sabe qué razones, en algunas de sus obras percibimos ecos de otros artistas. En un cuadro parece estar presente Zumeta, en otro (o quizá más de uno) Ortiz de Elguea y en uno más la traducción de un paisaje de Fernando Amárica. Una de las acuarelas nos recuerda a ciertas aguadas de Paul Klee en su memorable viaje a Túnez. En las tres cajas del escaparate percibimos aromas que proceden de las cajas de Vicente Ameztoy, aunque sin el encanto simbólico que imprimía éste a sus mágicas cajas. El eco y el recuerdo son enriquecedores si se asume sin cortapisas su procedencia.
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