_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Irritación y fatiga

El irresistible ascenso del joven y apuesto presidente del Barça ha generado apasionadas interpretaciones. Se afirma que la victoria de Joan Laporta es algo más que una victoria: un signo de la efervescente voluntad de cambio que anida en la sociedad catalana. Los argumentos más repetidos para justificar la afirmación son tres. En primer lugar, se asegura que el triunfo de Laporta expresa la pujanza de una nueva generación no ya sobradamente preparada, sino liberada de las ataduras y complejos de la generación que dirigió la transición democrática, la cual aparecería, por consiguiente, obsoleta y jubilable. En segundo lugar, la irrupción saludable de Laporta se interpreta como una drástica ruptura con los modos corruptos y las maneras prepotentes y autistas del nuñismo y de su degradación gaspartiana. Esto sería, al parecer, indicio de la segura derrota del pujolismo, regurgitado en la figura de un borroso sucesor. Ciertamente, la comparación entre Jordi Pujol y Josep Lluís Núñez tiene su verosimilitud. Núñez, como Pujol, se hizo con el poder de manera imprevista. Pujol, como Núñez, nunca ha tenido a los creadores de opinión de su lado y, sin embargo, ambos han tenido una sensacional voluntad de poder y la tenacidad de persistir en su rumbo en contra las corrientes ideológicas dominantes. Pujol, como Núñez, ha cabalgado sobre la imagen de la buena gestión, cosa que la realidad ha negado finalmente. Sin embargo, si el éxito de Laporta se explica por la tremenda putrefacción del gaspartismo (ruina de arcas y símbolos; flirteo con la segunda división), no existe en la ciudadanía la percepción de que la obra de gobierno de Pujol y Mas esté a la altura del betún.

Laporta ha probado la ducha fría de lo real: Beckham ni ha hablado con él y no parece fácil encontrar estrellas para un club devaluado

Se sugiere, en tercer lugar, que el empuje del cambio es consecuencia de una irritación más o menos visible, pero muy extendida en la sociedad catalana. Una irritación causada por la fatiga que produce seguir trillando un camino que ya no da para más. En el actual marco de relaciones entre Cataluña y España, la frustración es lo único que estaría asegurado. Dos últimos ejemplos vendrían a demostrarlo: el Plan Hidrológico del PP, y la frustrada OPA de Gas Natural sobre Iberdrola, que han enfatizado el irrompible techo de vidrio que los catalanes tienen cuando intentan dirigir España. El café será para todos, pero la cafetera está sólo al alcance de algunos.

Naturalmente, el ímpetu mandón, intervencionista, belicoso, quisquilloso, del presidente José María Aznar ha colaborado decisivamente a cimentar esta mezcla de irritación y fatiga que se percibe en Cataluña. De la mano de Aznar ha resurgido una vieja corriente, antaño fracasada, hoy extraordinariamente segura de sí misma, que cree posible rehacer la historia de España no en el sentido constitucional (que afirmaba la variedad y aceptaba los equilibrios); no en el sentido orteguiano (que concedía, cuando menos, la inevitabilidad de la diferencia), sino en la más genuina acepción de lo borbónico: una España fuerte en tanto que uniforme, poderosa en tanto que unívoca. Una España que cree posible el sueño de ser como Francia.

Naturalmente, el sueño de la homogeneidad española ha embravecido a sus antagonistas: a los nacionalismos llamados periféricos. Dejemos a un lado el siempre complejo y deprimente caso vasco (lo más chocante del actual momento vasco, que ETA ha estado buscando durante años, es que, evaporándose a ojos vista los espacios centrales de inclusión, las dos opciones extremas creen posible la consecución de los objetivos finales: unos la segregación; otros la asimilación). Dos versiones distintas del catalanismo han dominado en estos últimos años. El pujolismo del peix al cove, que ha comerciado en todos los sentidos con España, reticente a la idea misma de España y a su vez consciente de que la idea de una Cataluña sola no estaba arraigada. Para compensar esta debilidad, el pujolismo, gracias a sus importantes medios de gobierno, ha sembrado la diferencia; y el éxito de esta siembra radica, paradójicamente, en la posibilidad de su posible fracaso inminente; la nueva generación nacionalista, cansada del regateo, desea un paso más claro y firme: o codirigir España o separarse de ella. Por su parte, el socialismo catalán, que ha procurado suavizar, en aras de la unidad civil, a las dos almas nacionales que la Cataluña real contiene, intentó, desde la izquierda, restaurar la moderada vía de Cambó: ministros catalanes y regeneración de la política española. Con borrosos resultados. Se espera de ambas corrientes algo nuevo. "Pon un gramo de audacia en lo que hagas", aconsejaba Gracián. Laporta, ciertamente, lo puso.

Muy pronto, sin embargo, ese formidable pico de oro que es Laporta ha probado la ducha fría de la realidad: Beckham no ha querido ni hablar con él; y no parece fácil encontrar estrellas y entrenador para este club devaluado. Quiero decir que una cosa es el gas del cambio o el motor explosivo de la irritación y otra muy distinta la verosimilitud del cambio. ¿Desea la sociedad catalana asumir la tentación del Adéu España! que asaltaba hace algo más de un siglo al abuelo Maragall ante el fracaso de la España de 1898? Las pasadas elecciones municipales no indicaron esto, aunque, con cierta timidez, quizá lo insinuaron. Sin duda alguna, expresaron que las recetas centrales se están agotando. Demasiado simple para ser verdad, la metáfora de Laporta explica algo de lo que se cuece en el estómago catalán, pero no puede anticipar lo que se avecina. Parece obvio que el cambio verdadero en Cataluña debería tener alguna relación con el reparto de papeles sociales. Un reparto que Laporta para nada ejemplifica. Se ha dicho con excesiva frivolidad que ha sido derrotada la tribuna aristocrática del Barça. Y eso sí que no. ¿Qué recambia, si no la tribuna, este afortunado letrado, secundado por brillantes cachorros formados en ESADE y casado con la hija del prócer Echevarría Puig (brillante síntesis de una muy catalana suma de ingredientes: pasado político que es mejor no recordar, espléndido currículo económico y amistad con el Rey de España)?

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_