A bordo de bambú
NAVEGAR EN BOTES de bambú por este pequeño afluente del río Lijiang está, según nos explicaron, prohibido. No entendimos del todo el motivo de la prohibición, pero gracias a ella pudimos por unas horas contemplar en solitario una de las más insólitas bellezas de China.
Dos campesinos esperan que nos acomodemos en los sillones instalados sobre el bote, construido con unos troncos largos y huecos atados con cuerdas. Empiezan a remar, en aquella extraña posición en cuclillas que los orientales adoptan en todo momento y lugar, y en la que parecen estar asombrosamente cómodos.
A golpes suaves y regulares de los remos avanzamos sobre la inamovible superficie del pequeño afluente. A medida que nos alejamos del pueblo, el paisaje se va despojando de cualquier signo de cotidianidad. No quedan más que los campos de arroz y las extrañas formaciones montañosas, a menudo representadas en la pintura tradicional china, que se reflejan en la superficie de las aguas y cuyos contornos la niebla difumina. El silencio es interrumpido únicamente por la melodiosa conversación de los remeros, que por ser incomprensible para nosotros se confunde con los sonidos de la naturaleza.
De cuando en cuando, esparcidas a lo largo de la orilla, aparecen algunas chozas de paja que transparentan la pobreza. Las mujeres que lavan en compañía la ropa en la orilla levantan una mirada siempre sonriente.
Al final del trayecto bajamos del bote. Los remeros nos hacen unas vagas indicaciones, mediante gestos y sonrisas, de cómo llegar hasta la carretera por los caminos que cruzan los campos de arroz. A pequeños pasos rápidos y tambaleantes nos adelanta una mujer con la espalda doblada bajo el peso de un palo, de cuyos extremos cuelgan atados dos sacos de arroz; más adelante nos cruzamos con unos niños con el rostro medio escondido bajo su sombrero puntiagudo. Nos sonríen y siguen su camino entre los arrozales.
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