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Columna
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Lucidez

El verano ha llegado a los contenedores y la basura hiede. Junio viene caliente y se irá ardiendo según los meteorólogos. Javier Sardá entrevista en profundidad, como estrella catódica, a un sobrino del yerno de Franco al que llaman Pocholo. Mientras tanto, no se habla de otra cosa que de la compraventa de parlamentarios, de los llamados tránsfugas, de los corruptos (mucho) y de los corruptores (algo menos). ¿Quién tiene más delito: el corruptor o el que se deja corromper? ¿Qué es peor, corromper o ser corrompido? Parece el argumento de un debate amañado de la televisión. Telebasura y política-basura. Basura, al fin y al cabo, que el calor descompone. Para la corrupción nada hay mejor que un invierno perpetuo. Las dictaduras, aunque sean caribeñas, actúan como sarcófagos polares, como congeladores moscovitas. La democracia huele, pero al menos se puede respirar. No sé si es un consuelo.

El calor -prosigamos- nos arrebata el juicio, nos escurre la escasa lucidez que nos queda. Con el calor se suda, se desbarra y se mata. El aire acondicionado puede ser una buena solución, pero no está al alcance de todos todo el rato. Otra buena solución son los libros. No libros refrescantes como los que proponen los grandes almacenes para llevarse con la colchoneta y la crema solar. Otra clase de libros.

Libros contra el efecto nocivo del calor, como lo último de Noam Chomski, Dos horas de lucidez (conversaciones con Denis Robert y Weronika Zarachowicz). Quizás esté anticuado para algunos. Se le ha llamado desde antisemita hasta fascista de izquierdas. Los neoliberales le profesan un odio sarraceno. Es verdad que Noam Chomski ha sido convertido, contra su voluntad, en una especie de gurú progresista. Seguramente algunas de sus ideas han sido rebatidas por el tiempo, pero la mayoría conservan su vigencia, me temo. Él ha reflexionado como nadie sobre el papel que juegan los intelectuales y los medios de comunicación en las democracias occidentales. "Hay que desviar a las masas hacia objetivos inofensivos", ha escrito, "utilizando la gigantesca propaganda orquestada por el mundo empresarial (norteamericano en un 50%), que destina unas sumas y una energía enormes a convertir a las personas en consumidores atomizados y en dóciles instrumentos de producción".

"Debemos educar al pueblo para que no nos salte al cuello", decía Ralph Waldo Emerson en el siglo XIX. Es lo que Chomski pone en evidencia con total lucidez. Cuando las sociedades se democratizan, "cuando la coerción deja de ser un instrumento de control y de marginación fácil de aplicar, entonces, de forma natural, las elites recurren a la propaganda". Es la hora de Pocholo y de Sardá, la de la prensa del corazón, las novelas de usar y tirar, los bibelots de Koons y la música-chicle. La información -lo habíamos olvidado- es en primer lugar un valor comercial. Chomski denuncia con claridad y desparpajo el opaco poder de la banca, la oligarquía financiera, los intereses económicos que obligan a recurrir a la guerra antes que a la diplomacia...

Para algunos es un impertinente. Nada más pertinente, sin embargo, que sus impertinencias.

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