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Europa y Estados Unidos: acordes y desacuerdos

Dos derrumbamientos, el del muro de Berlín y el de las Torres Gemelas, han producido una profunda modificación en las relaciones internacionales. La caída del muro puso fin a la guerra fría; la caída de la Torres Gemelas dio un golpe mortal a la Alianza Atlántica. Al terminar la guerra fría era evidente que la victoria, al hacer desaparecer la amenaza soviética, disolvía un poderoso aglutinante de la triunfante alianza euro-americana; pero cuando el público americano sintió los efectos del terrorismo musulmán en la propia carne su solidaridad internacional desapareció: el poco aglutinante que quedaba se disolvió como un azucarillo. El mismo pueblo que había mirado con simpatía el terrorismo del IRA en Inglaterra e Irlanda del Norte, que indulgentemente llamaba "separatistas" a los verdugos de ETA, declaró la guerra al terrorismo de cualquier tipo y de cualquier latitud cuando se vio amenazado. La Alianza Atlántica dejó de tener interés para sus creadores norteamericanos. Las consecuencias de este cambio las hemos visto en los últimos meses con motivo de la furia guerrera del Gobierno norteamericano: a los únicos antiguos aliados a quienes los gobernantes de Washington han escuchado (con condescendencia) es a los que les apoyaban incondicionalmente en su invasión de Irak. Ya no hay Alianza Atlántica; ya sólo hay "coalición de los que nos apoyan" (coalition of the willing).

Algunos creen que la reciente cumbre de Evian y la también reciente visita a Rusia de George W. Bush significan el comienzo de un deshielo. Lo de Irak ya pasó, se nos dice, y ahora hay que mirar hacia adelante. Sadam Husein era un indeseable, los americanos han librado al mundo de él, de muy mala manera, es cierto, pero la obligación de los políticos es entenderse y los antiguos socios atlánticos tienen muchas cosas en común, deben volver a cooperar, y dentro de poco aquí no habrá pasado nada. Al fin y al cabo, tampoco el mundo va a tener que soportar a Bush por más de dos y, todo lo más, seis años: a la larga las aguas volverán a su cauce.

Uno quisiera compartir tal optimismo. Cierto es que Bush fue elegido por los pelos, y, en opinión de más de uno, con muy malas artes. Muchos pensaron que sería un fenómeno pasajero, y así lo parecía hasta el 11 de septiembre de 2001; pero entonces cambió todo. Se produjo un terremoto político de grandes proporciones en Estados Unidos, un corrimiento de tierras electorales hacia la derecha cuyas consecuencias pueden ser muy duraderas. La elecciones de noviembre de 2002 revalidaron a Bush en el poder y le dieron el mandato para la invasión de Irak. La alarma ante el terrorismo en suelo americano ha cegado al público e intimidado a los medios de comunicación en Estados Unidos hasta extremos inconcebibles, y se ha producido un fenómeno circular: por miedo a ser tachados de antipatriotas, los responsables de las cadenas de televisión han apoyado incondicionalmente a Bush y sus guerras; esta televisión sumisa ha reafirmado al público en su entusiasmo por Bush, olvidando las flagrantes ilegalidades internas y externas cometidas por su Gobierno, sus constantes contradicciones, su extrema torpeza verbal y su incompetencia administrativa: todo se perdona al general victorioso.

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No es un fenómeno pasajero, y tampoco son tantas las cosas que unen a los países de la antigua Alianza Atlántica. No es un fenómeno pasajero porque la tensión en el mundo no va a disminuir, sino a aumentar. Las acciones bélicas han entusiasmado a los numerosos patriotas norteamericanos, pero no han resuelto nada: más bien han empeorado las cosas. Han sido como matar moscas a cañonazos. A los terroristas palestinos no les han impresionado gran cosa las hazañas bélicas en Irak, más bien les han hecho desconfiar aún más de EE UU. Es de suponer que a Bin Laden y Al-Qaida les habrán servido como banderín de enganche. El futuro dirá de lo que son capaces estos fanáticos, pero la espada de Damocles que se cernía sobre Norteamérica sigue estando ahí, más amenazadora que nunca. Sin embargo, el terrorismo islámico a su vez fortalece a sus más encarnizados enemigos, como Sharon en Israel, Putin en Rusia y Bush en EE UU. La cadena de acción y reacción está, por tanto, armada y amartillada. El extremismo lleva todos los visos de aumentar en los países musulmanes y en EE UU.

Bien, se me dirá, pero ante la ofensiva terrorista islámica Europa hará causa común con Estados Unidos. Es muy dudoso. En primer lugar, parece por desgracia excesivamente optimista hablar de "Europa" en materia de política exterior. En segundo lugar, hay profundas diferencias entre las democracias de uno y otro lado del Atlántico. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos se ha revelado como un país mucho más violento que Europa: no es sólo que su presupuesto militar sea incomparablemente mayor y goce del apoyo popular, es que el culto a las armas de fuego y a la pena de muerte está profundamente arraigado en la mentalidad norteamericana, mientras que repugnan a la europea. Por otra parte, mientras la europea es una sociedad secular, y lo va siendo cada vez más, en Estados Unidos el integrismo religioso no sólo no disminuye, sino que va en aumento: el 86% de los estadounidenses cree en los milagros y un 45% cree que el mundo acabará en una batalla apocalíptica entre Jesús y el Anticristo. A poca gente allí le parece contradictorio con el principio de separación de la Iglesia y el Estado el que los billetes de banco proclamen "confiamos en Dios" y que el presidente repita diariamente "Dios bendiga América". Por otra parte, la sociedad norteamericana, aunque más dinámica que la europea, muestra mucho mayor desigualdad económica, lo cual no sólo no escandaliza, sino que alegra al ciudadanos medio, que quiere menos impuestos y menos intervención estatal (aunque aplauda el enorme gasto militar). Los norteamericanos, además, pagan por la energía aproximadamente un tercio de lo que pagan los europeos, y ni las consideraciones ecológicas ni las económicas les disuaden de las graves consecuencias de esta preferencia.

He tratado de ofrecer unos cuantos ejemplos bien conocidos con el objeto de mostrar que si hay muchos factores que unen a Europa y Estados Unidos, otros hay que los separan. No se trata de anécdotas, porque las consecuencias culturales, políticas y económicas de estas diferencias se reflejan en las respectivas políticas exteriores (si es que Europa tiene tal cosa). Entre otras consecuencias, Estados Unidos va a mostrar en el futuro una actitud mucho más belicosa e intransigente ante los problemas internacionales que la dividida y escarmentada Europa; la agresividad americana será implacable en cuanto se refiere al petróleo. Los desacuerdos no van a acabar aquí; las heladas sonrisas y palmaditas de Evian lo que pusieron en evidencia fue el escaso espíritu de reconciliación. En mi modesta opinión, lo de la guerra de Irak no es sino un primer capítulo. Europa debe irse preparando para andar sola por entre los cascotes del muro de Berlín y las Torres Gemelas.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá, ha sido este curso profesor visitante en Columbia University.

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