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Los azulejos de la peluquería Casín

Pablo Ximénez de Sandoval

La ferretería Victorino Martín, en el número 16 de la calle de Embajadores, hace 128 años que es una ferretería. Desde hace 22 lleva el nombre de su dueño actual, que atiende tras un vetusto mostrador. Martín relata con tristeza una anécdota que conocen todos los comerciantes de la parte alta de Lavapiés: "Casi todos los días entra un chino bien vestido y me ofrece dinero por mi local. Me lo compra en efectivo cuando yo quiera. Pero yo no quiero irme". Un día, "se me ocurrió pedirle, medio en broma, 200 millones de pesetas en billetes", cuenta Martín. El hombre aceptó inmediatamente, delante del mostrador, sin dudarlo ni consultar con nadie. "Si llego a seguir adelante, ya no estaba aquí".

El día que decida jubilarse, su local se llenará de cajas de ropa hasta el techo y se unirá a la lista de adquisiciones de la comunidad china. Pero a lo mejor conservará su nombre, para recordar que una vez colgaron sartenes y cables de las paredes.

No es extraño en la Chinatown de Lavapiés ver locales de chinos que conservan los nombres originales, algo que no parece importar a sus nuevos dueños. Un poco más arriba de la calle de Embajadores, en el número 14, una familia china vende ropa bajo un rótulo que anuncia el Café Groucho Bar.

Más abajo en la misma calle, a la altura del número 31, la Peluquería Casín para señoras y caballeros ofrece "servicio esmerado e higiene". Se trata de una portada de azulejo, con motivos de barbería antigua, en azul y amarillo. Dentro, tres inmigrantes chinos apilan cajas de ropa hasta el techo. "Llevamos dos años y medio aquí", explica Tomy, el dueño del negocio, que necesita traducción de un adolescente ecuatoriano que tienen como empleado.

Dice Tomy, que no quiere aportar su nombre completo ni su edad, que no puede quitar el azulejo "porque está protegido". "Pero si lo quieres tú, lo coges y te lo llevas", le ofrece con una gran sonrisa al curioso.

Capacidad de adaptación

Esta falta de interés en personalizar los comercios es parte de lo que el jefe de Policía Municipal del distrito Centro, José Heras, considera "capacidad de adaptación" de una comunidad que califica de "camaleónica". "Cuando empezó el botellón, los locales de frutos secos pasaron de 10 a 50 en un mes. Tenían permiso para abrir 90 horas a la semana, y lo que hacían era abrir de jueves a domingo sin descanso. Un local de 12 metros cuadrados hacía medio millón de pesetas en un fin de semana".

Al principio de venir a España montaron restaurantes, luego tiendas de frutos secos y ahora tiendas de ropa. Además de "el negocio de las comidas, el de los CD piratas... han llegado a poner sillas en la calle para dar masajes por seis euros", dice Heras. "Siempre me pregunto: ¿qué se habrán inventado esta vez?".

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Sobre la firma

Pablo Ximénez de Sandoval
Es editorialista de la sección de Opinión. Trabaja en EL PAÍS desde el año 2000 y ha desarrollado su carrera en Nacional e Internacional. En 2014, inauguró la corresponsalía en Los Ángeles, California, que ocupó hasta diciembre de 2020. Es de Madrid y es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense.

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