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REDEFINIR CATALUÑA
Columna
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Morir en la bañera

Mientras se ahoga, por los entresijos del ridículo, la credibilidad de la izquierda y Madrid hierve como en los viejos tiempos convulsos de la siempre convulsa federación socialista madrileña; mientras el Partido Popular se ríe a carcajadas por su buena -o trabajada- suerte y aplaude el crecimiento imparable de los enanos en el circo socialista; mientras la política de partidos continúa secuestrada por la partitocracia piramidal que ahoga las divergencias y mata los matices; mientras se constituye el nuevo Ayuntamiento de Barcelona con la ausencia notoria de uno de sus grandes políticos, Ernest Maragall, grande a pesar de algún pesar; mientras todo queda y todo pasa, y la noria continúa imparable su viaje a ninguna parte; mientras vamos conjugando los verbos de la vida, la muerte se entretiene en las bañeras de las casas de las mujeres perseguidas, maltratadas, destrozadas en su intimidad. Iba a decir que ha muerto otra mujer, pero la muerte de las mujeres es veloz como el rayo y dinamita todas las estadísticas. Puede que ahora mismo, mientras escribo en soledad mi artículo, otra mujer esté temblando de miedo. ¿Son sus pasos, los pasos que oye en la escalera?, ¿será él que vuelve a casa?, ¿vendrá sereno o bien cargado de odio y violencia? Él, el hombre al que un día amó, ese hombre al que entregó la llave de una convivencia sin saber que le entregaba el poder de su propia vida, él está ahí, cerca, acechando en la esquina de la calle, enviándole amenazas de muerte, acercándose con un puñal al espacio íntimo de su desnudo baño, ahogándola en una vida vivida a sorbos. Me gustaría decirle a esa mujer asustada, desde estas líneas torpes, que se ponga en pie. Que venza su miedo de años, que coja su fardo de intenso dolor y se enfrente a él. La policía, los amigos, la familia, las leyes. Pero no sé si me atrevo. Las noticias son tozudas y malvadas, y nos abofetean con mujeres muertas a pesar de decenas de denuncias, de años de lucha, de órdenes judiciales... Y una se queda ahí, con sus convicciones al viento, inútiles ante la impunidad del torturador.

Ha muerto otra mujer. Y otra. Y otra. Lo peor sería que nos acostumbráramos. Que la muerte femenina formara parte del decorado del horror, como uno de esos cuadros horribles que alguien colgó en una pared y ya forman parte de la casa. De hecho, puede que ya esté ocurriendo. Leemos la noticia y nos decimos "¡otra! ¡qué locura!", y pasamos página. La página de una realidad que nos sacude y nos desconcierta, pero aún no nos hiere como tendría que herirnos. Éstas son las dos verdades mías que necesito decir, con perdón, para no reventar de rabia.

Primero, que la violencia doméstica no es una contingencia privada, sino la derivada trágica de una cultura de dominio milenaria. El hombre que dice matar por amor está matando por poder, por tiranía, por desprecio. Hemos esculpido a golpes de siglos la conciencia de la propiedad del hombre sobre la mujer, y nuestras mujeres muertas de hoy son nuestras mujeres dominadas de siempre. Muertas porque eran suyas, porque siempre han sido suyas, porque los grandes héroes del amor han sido grandes asesinos. Lo ha dicho la literatura, el teatro, el cine. No entender la violencia doméstica como un problema social profundo, profundamente serio y profundamente trágico, es bailar sobre muchos cadáveres. Nos atañe a todos y a todos nos apela, incluso a pesar de nuestra sordera crónica.

Segundo, que la muerte por violencia doméstica es la primera causa de muerte de la mujer en algunos segmentos de edad, y como tal es una lacra social de las más graves que nos sacuden. Mata más que el terrorismo y, sin embargo, nadie lo ha convertido en un tema fundamental. ¿Han visto ustedes a un solo ministro, uno solo, a un solo conseller, uno solo, en el entierro de una mujer asesinada? ¿Cómo es posible que a estas alturas de la tragedia ésta no sea una prioridad política? Ya sé que se oyen declaraciones y se hacen leyes y se verbalizan proyectos. Pero distamos muchos pueblos de convertir la violencia doméstica en un tema central de nuestra vida colectiva, y sin embargo es una causa central de nuestra muerte colectiva. No. No tenemos leyes que garanticen la protección real de las mujeres amenazadas, sino papel mojado que acumula denuncias como quien acumula pan duro. No. No tenemos acciones políticas comprometidas, ni casas de acogida, ni presupuestos, ni medidas eficaces, ni nada que se parezca a una tabla de salvación. No. No existe un interés político de fondo, sino un conjunto de buenas intenciones que se acercan más al terreno vidrioso de la retórica que a la capacidad resolutiva. Lo que queda de todo ello es ineficacia política, impunidad legal y una enorme y profunda soledad femenina.

Soledad de miedos y angustias. Soledad de golpes recientes y antiguos. Soledad de depresiones que se encadenan unas a otras, rota la ilusión, destruida la esperanza. Soledad de pánico a volver a amar, a volver a entregarse. Soledad de incomprensión, de indiferencia, de estar realmente sola con su terror. Soledad de intimidad saqueada, violentada, ensangrentada... ¿Será él quien traquetea la puerta, quien atisba desde la esquina, quien llama y cuelga el teléfono en las madrugadas del miedo? Soledad de estar sola con tu pánico.

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