El arte de flotar
La política es el arte de lo posible. Esta frase de Bismarck ha perdido valor de uso en nuestros días de un modo alarmante. Entre otras cosas, porque dos de los términos aludidos en ella -el arte y la política- se encuentran en una frontera tan problemática que es difícil afirmar, ahora mismo, que uno -el arte- y otra -la política- posean alguna capacidad contrastable para posibilitar experiencias alternativas a las que tenemos, extasiados ambos en esa coreografía de legitimaciones mutuas que sólo funcionan como coartadas para sus respectivas gratificaciones. En los préstamos sucesivos entre estos ámbitos, la política parece estetizarse -Giorgio Agamben afirma que se ha convertido en la "esfera de los puros medios, de la gestualidad absoluta e integral de los hombres"- mientras que el arte se ocupa de establecer legitimidades políticas, superpoblado como está de eventos, museos y programas encargados de apuntalar asuntos tan dispares como la reunificación de países divididos o el rostro amable de dictaduras diversas, nacionalismos o cosmopolitismos, transiciones a la democracia o estrategias turísticas. En este intercambio, a menudo los artistas adquieren los peores vicios de la política -retórica, cinismo, demagogia, mesianismo- que se añaden a los del arte, especialmente el de la representación, esa rémora que una vez Michel Foucault definió como "la indignidad de hablar por otros".
La complicidad entre la política y el arte ha sido la historia de la dominación de una sobre otra, la victoria de la represión sobre la expresión
Continuamente escuchamos que la política está cada vez más alejada de la vida. En sentido contrario, se nos informa de que los artistas "políticos" no hacen más que acercarse a ella por todos los caminos. Esta ecuación ya fue argumentada abundantemente por Peter Berger en los años setenta del siglo pasado, cuando certificó que el norte de la vanguardia fue, directamente, quebrar la frontera entre arte y vida, mientras que su fracaso fue, precisamente, no conseguirlo. Pero, ¿de qué vida nos hablan estas y otras teorías? Sin duda de la vida de antes. Porque si bien es cierto que Duchamp, Tzara o Beuys se lanzaron con ardor a quebrar semejante frontera, también es verdad que ésta no ha sido una tarea exclusiva de la vanguardia. Un decadente como Oscar Wilde avanzó lo suyo en esta relación y son pocos los que han pagado tan caro su imposibilidad.
En los usos normativos del arte
político contemporáneo, se aprecia un leninismo inquietante y olvidadizo, que subestima las zonas más tenebrosas de esa tradición en la que tan cómodamente se reconoce. Como si se tratara de un accidente menor el hecho reiterado de que la complicidad entre la política y el arte ha sido también la historia de la dominación de una sobre otra; la victoria de la represión sobre la expresión. Como pruebas más detonantes, ahí tenemos la pulsión hacia el Gulag de la revolución bolchevique, las demoliciones terribles de la Revolución Cultural china, o procesos de censura como el conocido caso Padilla de la revolución cubana.
Después de la caída del muro de Berlín, y de las sucesivas inundaciones que han tenido lugar a un lado y otro de la cultura planetaria, la era abierta por el genoma y la posible manipulación de la especie humana, por la realidad virtual y la expansión informática es al mismo tiempo la época de unas formas desesperadas y arcaicas de desplazamiento; de pateras y balsas que inundan y desbordan el mundo desde cualquier punto del planeta. En ambas formas de apoteosis global -de la tecnología y de la precariedad- se percibe un punto de giro en la creatividad contemporánea. Posiblemente, lo que marque la experiencia artística no sea ya la vida sino la supervivencia, que es la continuidad de la vida por otros medios. El arte de sobrevivir sería, entonces, el de una política de adaptación a esta situación transitoria en la que estamos inmersos. En una circunstancia en que esa abstracción que llamamos sociedad no ofrece formatos políticos, institucionales o culturales para las nuevas variantes vitales. Si miramos hacia el Oeste, nos topamos con que las democracias occidentales son cada vez menos transparentes y más represivas. Si miramos a Europa del Este, encontramos a esa democracia empaquetada con los aspectos más infantiles de entertainment y consumo. Desde ambos puntos, avanzan unos seres desconcertados que han visto el fracaso de las dos utopías modernas y son portadores de un drama fundamental del tardocapitalismo: están más allá del individualismo, pero más acá de la comunidad. Necesitados de aprender a toda velocidad y al mismo tiempo hastiados de tantos conocimientos perdidos. No es casual, al respecto, la abundancia de niños en el arte contemporáneo. No es casual, tampoco, que sean desproporcionados, como los Big Baby de Ron Mueck, las figuras desmesuradas de Jenny Saville, los niños precoces de Boris Mikhailov, o los adolescentes clónicos de Anthony Goicolea. Como niños "viejos", hay en ellos, simultáneamente, un exceso de experiencia y un insuficiente aprendizaje, un desgaste tan excesivo como su inocencia.
En esta dinámica de supervivencia, resulta curioso que una reafirmación tan dogmática del arte político, como fue la última Documenta, y un ataque tan feroz a ese tipo de arte, como el que esgrime el novelista francés Michel Houellebecq, escogieran la misma figura para nombrar sus respectivos alegatos: Plataforma. Esa coincidencia entre una poética de izquierdas y una cínica de derechas, tal vez merecería replantear sus términos de otra manera. Quizá las plataformas que más nos convengan no sean las que aluden a su aserción de programa o estrategia, sino al significado de su sentido físico; a esas balsas capaces de ofrecer parada y resuello a los sobrevivientes. A aquellos que, entre el poscomunismo y el poscapitalismo, entre la diferenciación absoluta del multiculturalismo y el estándar disoluto de la globalización, intentan mantenerse a flote mientras buscan otra respuesta en la imaginación que da la supervivencia. Desde ese panorama, no podemos predecir que la política volverá a ser el arte de lo posible, pero a lo mejor podamos intuir un arte capaz de adelantar la premonición de una política distinta y a la vez probable.
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