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Columna
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Jóvenes turcos

Hace veinte años, después de las primeras elecciones autonómicas, cuando los socialistas triunfaron por ciudades, provincias y campos, la plaza de la Virgen y su prestigioso contorno político se llenó de una gran leva de barbudos trajeados. Daba gusto verlos en su gozo y su pana. En la miel de su victoria bien lograda. Aún los recuerdo ahora, tan felices y gloriosos, todo restaurante y mando, metidos en revoluciones antiguas y en noviazgos nuevos, cambiando de coche y de horizonte, tan dueños de su esperanza y ya casi embarcados en los muchos viajes que les aguardaban: a Madrid, a Barcelona, a Bruselas, a Vitoria. Ciudades donde tendrían que aprender Europas, autonomías, culturas, gestiones, intercambios, muy dilectas meditaciones territoriales.

Aquellos hombres y mujeres triunfaron mucho en la cosa pública y seguro que lo merecían. Se hicieron eficaces y leguleyos. Y aunque fueron cambiando algo, no demasiado, aún mantenían su tenaz esplendor en la primavera de 1995, ya en vísperas de su final político. Luego vino el ocaso, la resignación administrativa, el incómodo regreso a la docencia, el olvido y la nada; pero después de la nada surgió una misteriosa felicidad que es hija de la memoria, de las ONG y del fútbol. También, en muchos casos, de una tardía y venturosa vocación empresarial.

En estos días de otra primavera, dos décadas después de aquella ruidosa eclosión de altanería, he vuelto a ver en el mismo escenario a otros muchachos muy parecidos a los barbudos de antaño. Ahora no llevan barba y visten de camisa celeste a cuadros, corbata aznarí, chaqueta azul y pantalón chino de alto bordo. Son diferentes a sus antecesores en ideas y proyectos, claro, pero se les parecen mucho en la ufanía, en el mirar por encima del hombro, en la convicción del éxito que les aguarda. Sacan el mentón, triunfan, se reúnen y esperan. Revolotean bajo los popes del PP, toman café en la plaza, conspiran dulcemente y algunos rezan a solas. Son los jabatos del liberalismo, los jóvenes turcos de Valencia, los tataranietos de Gil-Robles.

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