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Persistente adolescencia

Los adolescentes viven, incluso dramáticamente, la cuestión del ser. El debate íntimo sobre su identidad, sus vocaciones, su sexualidad, las angustias del futuro, envuelven el espíritu de un joven. El correr del tiempo va despejando esas incertidumbres hasta que un día la madurez desplaza el cuestionamiento del ser hacia el del hacer, el de producir, el de crear. Un proceso a veces análogo ocurre en las naciones, que en cierto momento de su historia no tienen claro qué son y qué aspiran a ser, hasta que los aciertos y los fracasos les llevan a comprender la vida, autoafirmar su personalidad y así poder actuar con equilibrio.

Nuestra América Latina, desigual en sus desarrollos, en sus niveles culturales, en su institucionalidad política, exhibe hoy rasgos de madurez, pero nos desconcierta cuando una adolescencia extemporánea se resiste a desaparecer. Si observamos, por ejemplo, la novela latinoamericana, podemos hablar de un apogeo, pues desde hace cuatro décadas alternan escritores de la jerarquía de García Márquez, Vargas Llosa o Carlos Fuentes, para recordar sólo algunos de los que están activos.

De pronto, sin embargo, reaparece la América Latina adolescente, que aún no sabe bien quién es. Y un alcalde de Lima no encuentra nada mejor que quitar la estatua de Pizarro porque representa la conquista española. El tal alcalde, y los tantos que le han aplaudido, no se han enterado de que, como dice el proverbio árabe "nadie puede saltar afuera de su sombra", sintiéndose polizontes de una historia que no advierten que viaja dentro de sí. ¿Cómo renunciar a la raíz ibérica cuando hablamos español o portugués y a ese título somos parte del mundo occidental? ¿Cómo no entender que todos los pueblos son el resultado de esos choques de civilizaciones y que de ellos surgen amalgamas sincréticas que a su vez van generando nuevas civilizaciones?

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La propia España renacentista, que llegaba con sus hombres aún medievales, tenía detrás suyo a los paleolíticos, a los íberos, a los celtas, a los romanos, a los cartagineses, a los bárbaros visigodos y a los refinados árabes, entre tantos pueblos que lucharon entre sí, se fueron superponiendo y cada uno dejó su impronta. Si el propio conquistador era el resultado de esos estratos históricos acumulados, ¿cómo imaginar una historia nuestra segmentada en trozos de los cuales tomamos el que hoy nos gusta más y despreciamos el resto? Es más, el mismo proceso había ocurrido en el Perú precolombino y el imperio de los incas se había construido sobre la dominación de otros pueblos como los artísticos alfareros nazcas o los inspirados tejedores paracas; y, por eso, ¿habría que condenar a Pachakutec, o a sus hijos, o a Tupac Inca Yupanqui u otros incas constructores del Imperio? ¿No fue para afirmar su poderío militar que los incas construyeron en Cuzco fortalezas tan extraordinarias como la de Sacsuamán, cuyas ciclópeas piedras aún nos asombran?

Cuando despedazamos la historia, renunciamos a parte de ella, y hablando en español repudiamos lo hispánico, nos extraviamos en el laberinto sin solución del cuestionamiento adolescente. ¿Quién es nuestra madre? ¿Quién es nuestro padre? ¿De qué y de quiénes somos hijos? ¿Del padre conquistador que nos dio el idioma o de la madre presuntamente violada que nos lega su amargura? Esa distorsión histórica nos encadena al pecado original y de allí no puede salir más que resentimiento y fracaso, pérdida del futuro a fuerza de negar el pasado.

Saltando de frontera y escenario, días pasados se realizó la toma de posesión del nuevo presidente argentino. Estaban allí, entre tantos otros, el presidente chileno, Ricardo Lagos, gobernante ejemplar, o el príncipe Felipe, representante de una Monarquía moderna que ha presidido la democratización de España o el presidente Lula da Silva, que está inaugurando una izquierda responsable en Brasil. Sin embargo, la estrella fue un viejo dictador, con 44 años de poder omnímodo, asentado en el terror de una policía política y la exclusividad de una prensa oficial, una radio oficial y una televisión oficial. Un Parlamento electo popularmente se venía abajo para aplaudir a quien acababa de fusilar sin garantías a tres infortunados ciudadanos que intentaban escapar de la cárcel que es su patria y condenar a destajo a la prisión a los líderes opositores.

Extraños mecanismos psicológicos producen ese fenómeno. Se glorifica al "revolucionario", pese a que lleva medio siglo de un poder que hace rato transformó un proceso de cambio en congelado totalitarismo. Se saluda al "anti-yanqui", y en nombre de ese rechazo sin matices se le perdona hasta el crimen con sangre todavía fresca. Se vive la emoción de inclinarse ante el poder absoluto desde una banca asentada en el ejercicio de la convicción democrática del pueblo común, que se expresa libremente. La contradicción adolescente se hace allí dramática, pues todos los principios se dan vuelta y asumen dimensión sarcástica cuando se le ofrece la Facultad de Derecho para arengar desde allí a quien acaba de resucitar el viejo paredón. A la revolución cubana todos la aplaudimos. ¿Quién puede seguir hoy, desde la democracia, esta caricatura de sí misma?

En mi país, el Uruguay, todos los meses de agosto -y ya se preparan celebraciones- se recuerda, en extraña liturgia, un ominoso episodio en que una multitud organizada pretendió impedir que se cumpliera un mandato judicial de extraditar a España tres etarras. En nombre de que no había garantías para juzgarlo en España (donde incluso uno de ellos fue liberado) se armó un tumulto que generó un muerto y convocó a toda la cúpula sindical y hasta figuras mayores de la política vernácula. El episodio, triste por tantos motivos, se sigue celebrando, año a año, como si fuera una gesta heroica. No importan los crímenes de ETA, que perseveran en su dramática secuela; tampoco que todo aquello era conforme a la ley y la justicia... Se trata, pura y simplemente, de vivir por un instante la embriaguez del resistente, cualquiera que sea su causa; de ensalzar a quien se alza contra la autoridad constituida porque ella siempre es oprobiosa.

Cuando México transita del hegemónico PRI a su pluralismo actual, cuando Brasil luce hoy la pacífica alternancia de un sociólogo a un sindicalista, cuando Chile ha demostrado que se puede preservar el legado del equilibrio macroeconómico incorporándole la sensibilidad social, es penoso toparse con estos arrebatos adolescentes. Pero más vale difundirlos desde el diván psicoanalista en la esperanza de que la reflexión gane sobre la emoción descontrolada.

Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay. Es abogado y periodista.

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