Razón ajena a los asedios
No se sabe por qué Paco Camps está como desaparecido desde el día siguiente a la noche electoral, como si Zaplana se lo hubiera tragado para instruirlo así en la victoria como en su gestión.
De buena fe
No hay por qué atribuir a los populeros que nos gobiernan, ni siquiera al gran teórico patatero Rafi Blasco, intención distinta a la que proclaman, de manera que hay que tomar por cierto que la sanidad nunca había funcionado mejor en esta comunidad, que los recursos destinados a paliar las manifestaciones diversas de malestar social son ingentes, en relación con el desdén de anteriores gobiernos socialistas, que somos no ya la referencia, sino la envidia de todas las naciones en lo que toca a la pujanza de nuestra entusiasmada vida cultural y que nunca, en fin, como hasta ahora, esta Comunidad había ocupado el lugar de privilegio y sin complejos que gracias a la gestión de los delegados de José María Aznar en nuestro territorio le corresponde sin que persona de solvencia haya reparado en semejante merecimiento.
Descreídos
El problema de esta gente es que no se ve claro que otras atrocidades pueden cometer, descontadas las ya perpetradas en su dilatada trayectoria de manos libres. Dando por sentado que buena parte del caudal del Ebro se dedicará a desmembrar todavía más nuestra Comunidad mediante la proliferación estratégica de acuosos campos de golfistas, una idea sería elevar la temperatura de la ciudad de Valencia mediante el jolgorio de una perpetua y millonaria Bienal de carácter Bisemestral, con Peter Brook descendiendo desde el Micalet en rappel, Irene Papas recibiendo desde el centro mismo de Mestalla la caída libre en paracaídas de un Paco Roig campió y una hilarante serie televisiva donde Jorge Berlanga dirigiría a Magüi Mira en la representación de la estimulante vida de la estupenda Consuelo Ciscar. Otras ideas me las callo y corro a registrarlas, que nada es gratis.
Otras ficciones
La burbuja tecnológica produce beneficios sin cuento a sus creativos inspiradores y lleva a la ruina a los pequeños inversores que creen jugar sobre seguro apostando sus ahorros a una lotería en la que siempre ganan los tiburones anónimos de moqueta muy tratada y alpargatas de diseño. Lejos de ser un capitalismo de ficción, se trata más bien de exprimir hasta el último euro los resquicios que el capitalismo de tradición esforzada va depositando en el orbe mundial al compás del gran dinero, más móvil que el más veloz de los artefactos de la comunicación globalizada. Una mariposa hace la siesta sobre una flor de loto en un Japón cada vez menos remoto, y esa pausa de un almuerzo de insecticida conmociona a Wall Street de tal manera que el índice general desciende un par de puntos y aparecen varios sujetos colgados de la corbata de seda en los postes que señalan el camino a Las Vegas desde el desierto de Mojave. El capitalismo, y tal vez toda nuestra vida -y sus incomprensibles anhelos amojamados- siempre ha sido cosa de ficción más que ciencia, la que sea.
La ilusión del verdugo
Hay que reconocer a Cela el acierto de su primera novela, ese Pascual Duarte que con tanta prosodia escueta se anticipa en otra circunstancia a la famosa inanidad del Mersault de Albert Camus en El extranjero. Viendo el otro día en la tele El verdugo, de Azcona y Berlanga, llama la atención la proliferación de costumbrismos prescindibles que van sembrando el asunto principal, a saber, la conspiración de muchos detalles colaterales que llevan al empleado menor de una funeraria a ajusticiar a garrote vil a un convicto. No es ya que el Nino Manfredi de su mejor época no suministre el tipo de un personaje sin recursos, porque basta con verle en pantalla para saber que su capacidad resolutiva le evitaría los engorros de la dificultad indeseada. Es más bien ese regusto por el retrato de costumbres con Galdós al fondo, esa acumulación de chistes más o menos afortunados en favor de un alegato primario sobre la necesidad encadenada que lleva al protagonista a aceptar todo aquello que asegura detestar. Un autorretrato anticipado.
Que las enseñen
Un problema de alto voltaje democrático para las democracias occidentales son las dudas razonables acerca de la existencia de las armas de destrucción masiva de Sadam Husein que sirvieron como pretexto para machacar a Irak al margen de la legalidad internacional. Esa clase de armamento no parece que pueda ocultarse en un turbante, de manera que si finalmente no aparecen -y no parece que vayan a hacerlo, salvo que alguien se ocupe de trasladarlas al lugar donde las buscan- de manera que alguien tendrá que explicar por qué se destroza un país, por detestable que sea su equipo de gobierno, con la mentira como pretexto o, en el mejor de los casos, con la exageración deliberada como excusa para una intervención atroz y de dudosos resultados todavía.
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