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Columna
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Aves limícolas

El depredador de la Castilla de Antonio Machado era un Caín que talaba árboles. Sin protección de la capa vegetal, la primeras lluvias arrastraban los limos del suelo, y se desertizaba y empobrecía la propia tierra de quien cortaba los viejos olmos o las centenarias encinas. En la Albufera de Orpesa, Oropesa del Mar para los foráneos, no hubo nunca olmos ni encinas, pero sí limos. Los lodos arcillosos del suelo los depositaba periódicamente el río Chinchilla y permitieron durante siglos la existencia de aves limícolas, y de una vegetación humilde y valiosa como la silicornia marina. La Albufera de Orpesa nunca tuvo la vistosidad del humedal de Pego ni el atractivo de su homónima de Valencia, que es el mayor lago natural de agua dulce de la Península Ibérica. El humedal oropesino apenas alcanzaba las quince hectáreas, aunque sesudos informes de los expertos a mediados de los noventa por la Dirección General de Desarrollo Sostenible de la Consejería valenciana de Medio Ambiente aconsejaba que se conservase porque suponía un valor en el entorno geográfico.

Pero légamos, silicornia y aves limícolas desaparecieron o están en trance de desaparecer de ese estanque temporal mediterráneo, que de vez en cuando inundaban las aportaciones torrenciales del pedregoso y seco río Chinchilla. El cemento vertical de las torres de apartamentos, el negocio, la especulación y el desarrollo no sostenible lo acosaron por el norte y por el sur. La bondad del clima y las playas atrajeron al personal, y convirtieron la apacible Orpesa de hace cuarenta años en un clásico municipio turístico donde las ganancias corren paralelas al desarrollismo sin freno, y el desarrollismo sin freno paralelo a una galimatías político municipal que necesita para desentrañarlo a los mejores sociólogos de las más prestigiosas universidades norteamericanas: grupos independientes que tienen por ideología la cinta métrica y la hormigonera; partidos mayoritarios, que aquí son minoritarios, y que acuerdan o desacuerdan en extraños cambalaches que denominan pactos de gobierno municipal; e íntereses y más intereses sin fin que convirtieron la apacible estampa de una Orpesa donde cuadrillas de mujeres laboriosas limpiaban la excelente uva moscatel para su comercialización, en un territorio urbano émulo del nada ejemplar urbanismo de Benidorm. Con prisas y sin pausas, los valencianos nos vamos quedando sin litoral, como el castellano que talaba los árboles se quedaba sin los limos de su tierra.

Y en ese proceso siempre aparecen quienes sienten un apego a la tierra y al entorno de todos; quien con entereza indica que ese es un trayecto a la nada: el lunes nos enteramos de que el Gecen, Grupo para el Estudio y Conservación de los Espacios Naturales solicita la actuación de un juez para que se detengan las obras y el cemento que se adentran en el humedal de Oropesa porque el daño medioambiental es irreparable; el jueves sabemos que el juez paraliza esas obras porque ve indicios irregulares que atentan contra los recursos naturales y la ordenación del territorio; el viernes oímos que las obras las financia la Conselleria de Obras Públicas de la Generalitat en un 80%, casi cuatro millones y medio de euros fuertes y revalorizados; y el sábado vemos al omnipresente Carlos Fabra decirle al juez que le exija un aval a los del Gecen para garantizar los perjuicios que pueda producir la paralización. Una desfachatez más en el proceso de desaparición de nuestros humedales: ni el estanque temporal en la desembocadura del Chinchilla, ni las aves ni las aves limícolas tienen ese aval.

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