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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Caro Baroja regresa a Vera

En 1984 apareció un pequeño volumen que recogía nueve ensayos breves de Julio Caro Baroja sobre el País Vasco. El libro que se publica ahora con el mismo título incorpora otros 22 escritos, en su mayoría artículos periodísticos. Esta ampliación del ángulo permite ver en perspectiva la evolución de las ideas y sentimientos del autor respecto al nacionalismo vasco, menos lineal de lo que podría pensarse.

En el primero de esos artículos, publicado en EL PAÍS en julio de 1977, Caro Baroja se siente obligado a explicar por qué un mes antes, en las primeras elecciones del actual periodo democrático, un "agnóstico liberal" como él había votado al PNV, un partido fundado por alguien, reconoce, "con mentalidad teocrática". Esas explicaciones vienen a recordar algo bastante olvidado hoy: la disposición favorable hacia su causa que, en los inicios de la transición, encontró el nacionalismo entre intelectuales muy alejados de su ideario. Julio Caro, un senior que había visto siempre con desconfianza las ideologías demasiado seguras de sí mismas, hace en 1977 una apuesta por un partido que percibe como expresión de moderación: la representada por la tradición demócrata cristiana, por una parte, y el autonomismo, por otra.

EL LABERINTO VASCO (1977-1988)

Julio Caro Baroja

Caro Raggio. Madrid, 2003

204 páginas. 21 euros

En otro artículo de esa época, aparecido en El País Semanal, lamentaba que la idea de la unidad de España hubiera contado con defensores "que no tenían inteligencia y capacidad paralela a su poder". Habían existido razones para rebelarse contra el unitarismo franquista, y si a alguien le choca "la irritación contra cierto tipo de unidad política, o es muy joven o muy desmemoriado", escribía.

La brutalidad del régimen de Franco, con manifestaciones como la prohibición de inscribir nombres euskéricos en el registro o la reiterada negativa a la creación de una universidad vasca, enlaza con comportamientos anteriores igualmente sectarios que se remontan al final de las guerras carlistas y se proyectan en la arrogancia de muchos políticos de la Restauración. Hay en los escritos de Julio Caro de esos años una evidente simpatía hacia los nacionalistas democráticos, a los que considera que se debe una reparación; hay incluso una actitud crítica hacia el tratamiento que los gobiernos de la época están dando al problema de la violencia. No ignora la existencia de una "minoría que produce el mayor espanto", pero le parecen erradas "las descripciones que se hacen de ella".

Por esos años se relaciona

con un sector liberal del PNV agrupado en torno a la revista mensual Muga, dirigida por Eugenio Ibarzábal. Algunos de los escritos centrales de El laberinto vasco aparecieron inicialmente en esa publicación, de la que también era colaborador habitual el lingüista Koldo Mitxelena. Ese sector es el impulsor de la llamada Carta de los 33, manifiesto suscrito en 1980 por intelectuales vascos, nacionalistas y no nacionalistas, y en el que no sólo se critica a ETA sino al discurso de "insufrible pedantería" con que ya entonces se justificaban los atentados. ¿Qué había pasado entre 1977 y 1980? En primer lugar, que ETA estaba asesinando a mansalva (239 víctimas en esos tres años); en segundo lugar, que el nacionalismo se había convertido en partido gobernante.

Como a muchas otras personas, el espanto ante la crueldad terrorista le lleva a cuestionar los pretextos en nombre de los cuales se ejerce esa violencia política. Algunos de los trabajos principales de este libro -los dedicados al populismo y a las "causas de la violencia"- tienen que ver con esa reflexión.

Al mantener la idea de una persecución incesante de la identidad vasca, con independencia de la existencia de instituciones de autogobierno que garantizan la pervivencia de esa identidad, el mensaje nacionalista enlaza con otros populismos trágicos europeos, con lo que también comparte la exaltación del pueblo, el halago de la juventud y el ideal antiilustrado de la vuelta a un pasado mitificado, anterior a la invasión. Nada incita tanto a la violencia como un ideal acuciante y a la vez irrealizable: la idea de reconstrucción de una identidad imaginaria se convierte en la práctica en proyecto de destrucción de la convivencia civil.

En esa atmósfera ideológica, factores como el deterioro del territorio a causa de una urbanización caótica y el aumento del desempleo, especialmente entre los menores de 25 años, crean las condiciones para la aparición de fratrías masculinas juveniles dispuestas a matar por ese ideal. Caro Baroja reprocha a los jefes políticos nacionalistas la difusión de consignas demagógicas que interiorizarán grupos juveniles de acoso social, en cuyos comportamientos encuentra paralelismos con algunos rasgos de las mafias de la Italia meridional: negociar con el miedo, omertá, ajustes de cuentas internos, conversión de los medios en fines. Caro Baroja introduce en su reflexión el concepto nietzscheano de resentimiento: esa combinación de odio más impotencia que cree percibir detrás de toda actitud violenta, individual o colectiva.

Otra idea muy repetida por el autor es la de la imitación inconsciente del maniqueísmo franquista por parte del nacionalismo gobernante. Las obsesiones que llevaron a extremos tan ridículos como la españolización de los nombres de personas, empresas y hasta clubes de fútbol, se manifestarían ahora en la vasquización artificiosa de los apellidos y de la toponimia. Los intentos de cambiar las denominaciones tradicionales de localidades como Mondragón, Salvatierra, Villafranca, Villarreal o Laguardia, que se repiten con ligeras variantes en Portugal, Francia o Italia, representarían ademas una ruptura con tradiciones europeas muy arraigadas.

Muchas de las apreciacio-

nes de e este libro son hoy lugares comunes en la crítica al nacionalismo vasco, pero no lo eran a comienzos de los ochenta. Todavía en 1983, en una entrevista, Caro decía conservar buenas relaciones personales con Arzalluz o Garaikoetxea, pero lamentaba haber comprobado que en el partido de ambos seguía habiendo "restos de sabinianismo ~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~

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