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España-Marruecos: una segunda oportunidad

Las relaciones entre España y Marruecos han entrado en una nueva etapa cuyos rasgos y posibilidades están aún por aquilatar. Tras un par de años de desencuentros y malentendidos que desembocaron en la crisis de Perejil y la retirada de los embajadores, asoma un propósito común de superar el conflicto y explorar nuevas oportunidades de diálogo y cooperación. La visita que inicia hoy a España el primer ministro marroquí, Dris Jettu, permitirá apreciar mejor el alcance de esta nueva fase en la que han entrado las relaciones. Nos dirá si volvemos, simplemente, a la situación anterior a la crisis, que demostró una gran fragilidad, o si existen condiciones para abrir de verdad una etapa nueva. Veremos si se dan las circunstancias y la voluntad necesarias para edificar un nuevo vínculo bilateral asentado en un colchón de intereses de suficiente calado como para resistir los embates de futuras disputas, insoslayables entre países vecinos que tienen mucho por compartir, pero también no poco sobre lo que discrepar.

No hay mal que para bien no venga. Es lo que cabe esperar del episodio de Perejil: que sirva para colocar la percepción que cada país tiene del otro en un nivel distinto, menos lastrado por la historia y más acorde con los cambios que Marruecos y España han experimentado en los últimos veinte años. De no ser así, ambos países o gobiernos rebajarían la idea que se hacen del otro hasta niveles poco edificantes, sobre los que resultaría difícil construir algo nuevo y duradero. Más allá de actuaciones concretas que revelaron inmadurez en el entorno del nuevo monarca, la actitud de Marruecos en la crisis puso de manifiesto una voluntad de afirmación y de defensa de sus intereses que España no puede menospreciar. Rabat jugó sus cartas de un modo un tanto atolondrado, ciertamente, pero recordó a la diplomacia española que es capaz de abrir una crisis y de sostenerla, con el apoyo más o menos explícito de importantes aliados, en cuanto considera que alguien ha traspasado una de las líneas rojas que delimitan su política exterior.

España y Marruecos deben observarse y relacionarse a partir de lo que son. No a partir de la idea que cada cual tiene de lo que fue el país vecino en un pasado reciente, que marca aún las percepciones mutuas de los gobiernos y, a veces, de las opiniones públicas. Marruecos ha experimentado un cambio sostenido, puede que insuficiente para tomar el tren de la globalización y la modernidad, pero singular si se atiende a la base social del país y al contexto magrebí en el que se ha producido. Con todas sus limitaciones, este cambio permite que Marruecos sea considerado primus inter pares en las relaciones de España con el Magreb. Los límites de esta transición están a la vista, en forma de resistencias que bloquean las necesarias reformas económicas y dificultan las inversiones extranjeras, o de actuaciones inexplicables, como la condena del periodista Alí Lmrabet. Aun así, el reino alauí sigue siendo el principal punto de anclaje de toda política europea en el Mediterráneo occidental. No sólo por la tradicional condición de aliada de Occidente de la monarquía, sino por el arraigo de las convicciones modernizadoras que recorren su sociedad, por mucho que éstas hayan sido puestas en duda por algunos analistas, últimamente, a raíz de los atentados de Casablanca. Hay otra manera de interpretar lo ocurrido, menos fatalista, poniendo el acento en la cantidad y calidad de la movilización social que los atentados han suscitado y evitando amalgamar a los terroristas suicidas con toda expresión política del islamismo.

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Para acordar una política de largo alcance y de rumbo sostenido, España debe tener una idea de hacia dónde va Marruecos. Debe despejar las dudas que a veces se manifiestan en algunos ambientes políticos, acerca de la utilidad de una decidida inversión política, económica y cultural, en beneficio de la modernización de nuestro vecino. No se trata de confiar a ciegas en una transición sometida a las incertidumbres que sacuden el mundo árabe, sino de no desconfiar a priori de sus posibilidades. Se trata, sobre todo, de tener un plan que permita imaginar juntos el futuro: un plan en el que los dossieres difíciles de hoy se transformen en retos conjuntos. Por ejemplo, y para hablar de un tema que sigue enconando las relaciones, la gestión de la inmigración, que será cada vez menos un asunto exclusivo de marroquíes que buscan trabajo en España y planteará crecientes desafíos compartidos de africanos de diversa procedencia que quieren alcanzar las costas europeas.

Marruecos también debe decidir el lugar que atribuye a España en sus estrategias de futuro. Empezando por superar la percepción de que trata con un país de segundo nivel; para entendernos, el de la época de la marcha verde. Un país al que se le puede decir lo que Francia nunca estuvo dispuesta a escuchar. Sorprende la pervivencia de esta visión en parte de la clase política marroquí, en contraste con una opinión pública mucho mas consciente de los cambios al alza que ha experimentado el vecino del norte. Atribuir la circunstancia a la malévola influencia francesa no conduce muy lejos. Mejor objetivar las cosas y recordar que cuando la mayoría de los políticos que hoy dirigen Marruecos estaban en la universidad, España era todavía una dictadura con una renta per cápita casi equidistante de la marroquí y la francesa. Este mismo país es hoy una democracia que se codea con los grandes de Europa, que tiene a su alcance compartir el liderazgo europeo en el Mediterráneo occidental y mantiene una capacidad de iniciativa en el mundo árabe importante, que no tiene por qué verse mermada, sino todo lo contrario, por su posición en la guerra de Irak, si el Gobierno acierta a administrarla con inteligencia. A nadie debe extrañarle, por lo tanto, que España haya tenido ademanes de potencia media en la última crisis con su vecino del sur, y Marruecos debe integrar este nuevo dato a su política exterior si quiere definir un nuevo ámbito de cooperación, desde la defensa de sus legítimos intereses.

Ambos países deben asumir los cambios que el otro ha experimentado si quieren abrir nuevos escenarios de colaboración. Sólo llevando a cabo este ejercicio estarán en condiciones de colocar las relaciones en un estadio distinto del actual y encontrarán motivos para modular sus posiciones, incluso en temas considerados de soberanía y que parecen destinados a encallar para siempre la posibilidad de un acuerdo duradero entre España y Marruecos. El coste de la resolución de muchos de los litigios pendientes sólo se justificará -y se podrá justificar ante las opiniones públicas respectivas- por su sumisión a un acuerdo global, un acuerdo de Estado que le garantice a España la seguridad y a Marruecos el anclaje a la Unión Europea. Si algo ha demostrado esta crisis es la incapacidad de encontrar respuestas satisfactorias a la mayoría de los dossieres conflictivos, abordándolos por separado. La crisis última fue el resultado de la acumulación de desencuentros en temas archisabidos, como la pesca, el control de la inmigración ilegal, el establecimiento de límites marítimos o la posición de cada cual en el conflicto del Sáhara Occidental. Luego vino lo demás, por acumulación de desacuerdos. Tomados aisladamente, éstos y otros temas tienen difícil solución. Como mucho, conducirán a acuerdos puntuales, inestables, de difícil gestión en los tiempos turbulentos que vive el Mediterráneo.

Marruecos y España sólo pueden encontrar en una visión compartida del futuro los argumentos que les permitan vencer las diferencias del presente y las percepciones torcidas heredadas del pasado. La política de la UE hacia el Mediterráneo conocida como el Proceso de Barcelona puede ser el marco donde ambos países construyan este proyecto. Si se avanza en la definición de lo que Prodi ha llamado la "Wider Europe", esto es, una UE ampliada y con fronteras establecidas, pero con disposición a compartir su futuro con sus vecinos del este y del sur, países como España y Marruecos pueden dejar de ser periféricos de sus áreas respectivas y pasar a ser el gozne de esta articulación en la vertiente meridional. Es una perspectiva todavía lejana. Pero es la única en la que cabe imaginar, con moderado optimismo, las relaciones entre los dos países.

Andreu Claret es director del Instituto Europeo del Mediterráneo.

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