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Columna
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La cultura nos suena

La cultura está en los libros. Este dogma ha pesado siempre sobre mi generación. Los ejemplares que nos rodeaban en el colegio o en casa se presentaban como objetos casi sagrados, un críptico tesoro cuyo contenido debíamos aprender a descifrar. Disfrutar de los libros supone tiempo y esfuerzo, y como consecuencia, según la moral tradicional, ofrece merecidas recompensas, no como escuchar un disco. La música ha representado para nosotros, aleccionados por nuestros padres, un entretenimiento analfabeto y banal. Mientras que invertir una tarde en la lectura de un libro era, a sus ojos, un tiempo bien empleado en nuestra formación, escuchar un disco significaba perderlo. Nuestros padres estaban dispuestos a bajar el volumen de la televisión, incluso a apagarla, si tomábamos una esquina del sofá para leer. Sin embargo, sólo aceptaban entregar el salón a la dictadura del tocadiscos en momentos señalados.

La equiparación del disco con el libro como objeto cultural es una causa cada vez más necesaria y justa que abandera, entre otros, la Asociación de Comerciantes y Coleccionistas Discográficos de la Comunidad. Esta asociación exhibe desde el jueves pasado y hasta el lunes la IV Muestra del Disco de Coleccionismo y Ocasión por la Convivencia y la Solidaridad. En el paseo de Recoletos se ordenan cuarenta casetas donde se ofrecen vinilos, compactos, libros, carteles, vídeos musicales o camisetas. La industria del coleccionismo musical factura 60 millones de euros al año, de los que viven 200 familias. Su bonanza está amenazada por la piratería, que ha provocado hasta el momento pérdidas del 30%, pero también por el escaso valor cultural que las instituciones públicas otorgan al disco. La Asociación de Comerciantes y Coleccionistas reclama una equiparación fiscal. Su lema es "Un libro = un CD, una misma cultura, un mismo IVA al 4%". Sobre los discos pesa un impuesto del 16% que contribuye al exagerado precio de los compactos.

Es momento de asumir que la música es la cultura de nuestro tiempo, de la juventud, del futuro. Escuchar un disco o asistir a un concierto es un modo, ya no sólo de disfrutar, sino de enriquecerse, de transmitir sentimientos, conocimientos e ideas, un punto de unión con el mundo y con uno mismo. Cada vez más gente adopta los preceptos del estilo de música que adora, hagan éstos referencia a la indumentaria, al consumo de drogas y sexo, a la defensa de la naturaleza, a la rebelión contra el sistema o a la creencia en el más allá. Los músicos son indiscutibles líderes de opinión y de tendencias capaces de inducir a millones de personas a votar a un partido político, a comprar una marca o a fugarse de casa. Aumenta el número de personas que asisten a los conciertos con la devoción y la entrega de una liturgia religiosa y que convierten diariamente la música en la imprescindible banda sonora de su vida.

La música pop vive aún acomplejada ante la literatura. En estos momentos se alinean 378 casetas en la Feria del Libro. El Retiro se convierte en un pretencioso parque temático de la cultura. Los cientos de miles de libros que escoltan el paseo de Carruajes parecen exudar tanto conocimiento que no hace falta comprarse uno para salir de allí investido de cierto halo intelectual. Pero la feria es, sobre todo, un inmenso bazar de publicaciones donde el público acude a pasar los fines de semana y a cazar un vistazo del cogote de Almodóvar o de Boris Izaguirre, sepultados por un alud de fans.

Entre los tres millones de personas que visitan la Feria del Libro hay tanto auténticos lectores como curiosos domingueros, mientras que los 40.000 madrileños que asistieron la semana pasada al Festimad fueron verdaderos forofos de la música. Vivimos en la era de la inmediatez y la interactividad: el disco se devora en pocos minutos y el concierto permite la reciprocidad de adoraciones entre el líder y el público. La cultura de la música se agiganta cada año a través de los crecientes festivales como el Sónar, el Espárrago, el Doctor Music o el Festival de Benicàssim, mientras que los lectores españoles decrecen. El libro es demasiado lento y farragoso para estos tiempos cambiantes y veloces. No se trata de renunciar a la lectura, sino de aceptar la música como otra forma de conocimiento y no sólo de ocio. Quizá no poseamos la sabiduría de otros tiempos, pero la cultura nos suena.

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