Baladas de Reikiavik
Hemos decidido que, disculpen el chiste islandés, Björk corta el bacalao en la vanguardia del pop contemporáneo. Ella ha aprendido a acomodar los hallazgos punteros de la música digital dentro del esqueleto estructural de la canción de emociones desnudas, creando una obra inconfundible que, en términos tópicos, reconcilia la electrónica gélida con la humana visceralidad. Las circunstancias: muchos, demasiados años sin actuar en Madrid (la capital del reino no tuvo la oportunidad de verla en el equivalente del Liceo barcelonés). Así que, a su llamada, acudimos a un auditorio en la periferia, lejos de las estaciones del metro y cerca de las pistas de Barajas. Vale la pena la caminata, el cuello de botella a la entrada del recinto, la prohibición de introducir líquidos... ¿O no?
Björk
Auditorio del Parque Juan Carlos I. Madrid, 1 de junio.
Éste no va a ser un concierto convencional: en vez del calentamiento previo a cargo de un pinchadiscos, nos recibe una tortura en forma de collage de ruidos, sirenas, frecuencias, fragmentos irreconocibles. En el escenario, con cierto retraso, van apareciendo los responsables de máquinas e instrumentos nobles. Una de las rodajas del sándwich
son las bases minimalistas y los adornos abstractos del dúo Matmos, los cerebritos de A chance to cut is a chance to cure; la otra está constituida por una nutrida agrupación de cuerdas islandesas más una notable arpista, Zeena Parkins, que también aporta ocasionalmente un acordeón áspero. En medio, ella, descalza y coronada con un casquete con osos polares. Vestida con un traje negro tipo coquette de los años veinte que termina en un tutú, Björk parece hoy, más que nunca, una bailarina de caja de música o una marioneta caprichosa. Ésa es otra de las razones de nuestro ilimitado amor: aparte de desarrollar una obra única, Björk Gumundsdóttir se ha ganado el derecho a comportarse como una niña grande, a manifestar una excentricidad que aceptamos como coreografiada expresión de una libertad conquistada con tozudez personal y visión artística.
Todo lo cual no impide que, finalmente, muchos sintamos la decepción, la insatisfacción del placer incompleto. Es una cuestión de repertorio: en noventa minutos caen docena y media de canciones, con la presencia de piezas nuevas y la (clamorosa) ausencia de clásicas sedosas como Venus as a
boy, Possibly maybe o It's oh so
quiet. Igualmente, al tratarse de un concierto al aire libre, se hubieran agradecido invitaciones al baile como Big time sensuality, Army of me o Alarm call. También es un asunto de planteamiento: Björk opta por un recital intimista en un recinto para 10.000 personas, de las que sólo las situadas frontalmente pueden apreciar las proyecciones sobre el telón de fondo. En compensación, nos regala lenguas de fuego más propias de un grupo de rock industrial y varias exhibiciones de pirotecnia que son recibidas con maravillado entusiasmo, con el resultado colateral de ahogar tan delicada música. A pesar de todo, Joga, Hyper-ballad, Bachelorette o Human behaviour brillan en tan incongruente contexto.
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