¿Un fantasma más?
A la larga lista de fantasmas que recorren el mundo parece haberse añadido uno más: el riesgo de que la economía mundial entre en deflación. Técnicamente, la deflación es un proceso de reducción generalizada y sostenida de los precios que puede originarse tanto desde el lado de la oferta como de la demanda agregada. Según el FMI, mientras que en el periodo 1980-1984 tan sólo un 1,8% de los 35 principales países desarrollados y emergentes registraron tasas de inflación por debajo del 1% o negativas, ahora hay un 22,3% de países que están aparentemente afectados por la "enfermedad" deflacionista y, de ellos, un 13,1% viene registrando tasas de inflación negativas desde hace tres años.
Estamos mejor preparados que hace setenta años, cuando el mundo sufrió la Gran Depresión, para hacer frente al riesgo deflacionista
Para generaciones de macroeconomistas -prácticamente para todos aquellos que hemos sido educados en el análisis de los problemas típicos de las economías post- 1945-, la aparición de la deflación realmente marca un cambio de era. Aunque muchos de nosotros somos capaces de recordar que a lo largo del siglo XIX la probabilidad de que el nivel de precios bajara era la misma que la de que subiera -los índices de precios de Estados Unidos y Reino Unido en 1900 estaban al mismo nivel que en 1700-, desde el final de la Segunda Guerra Mundial los episodios potencialmente deflacionistas han sido escasos y, por lo general, breves: Canadá; los países nórdicos en los primeros años noventa; Alemania, como consecuencia del shock de oferta positivo de la reunificación; Japón, tras el estallido de la burbuja financiera de los ochenta, y, más recientemente, algunos de los países emergentes arrasados por la crisis asiática de finales de los años noventa. Así que si alguien nos pregunta por los antecedentes históricos de la deflación, lo más probable es que obtenga una respuesta de dos palabras: Gran Depresión. Es decir, los años treinta. A partir de ahí, la imaginación de cada uno es libre de ponerse a volar: gente saltando de los rascacielos de Wall Street, quiebras en cadena de los bancos, el desempleo masivo, las uvas de la ira, los errores de la FED..., y al final de todo el New Deal, Roosevelt y la Segunda Guerra Mundial.
No conviene llevar las similitudes históricas más allá de lo estrictamente necesario. Por ejemplo, Bush no es Roosevelt. Y aunque, como ocurriese en los años treinta, hoy los fundamentalismos ideológicos prosperen, las tensiones sociales aumenten, las "incertidumbres geoestratégicas" adquieran carta de naturaleza, las tentaciones proteccionistas se multipliquen y la economía mundial esté purgando los excesos de los felices noventa en medio de un fuerte ajuste de los mercados bursátiles y un amplio exceso mundial de capacidad productiva instalada, estamos mejor preparados que hace setenta años para hacer frente al riesgo deflacionista.
Los ajustes de las grandes empresas de los últimos tres años han reducido su vulnerabilidad financiera, el nivel de empleo se ha resentido en menor medida que en el pasado, el aumento de la riqueza inmobiliaria de las familias ha suavizado el ajuste de los planes de gasto de los consumidores privados que hubiera inducido la destrucción de riqueza financiera acumulada desde principios de la década, y, finalmente, la comprensión del problema y el arsenal de medidas económicas a disposición de las autoridades es hoy significativamente mayor. Todavía no estamos -sobre todo, en Europa- en la temida "trampa de la liquidez": si los tipos de interés se recortasen de nuevo, aumentarían las probabilidades de que real y definitivamente fuésemos capaces de afianzar la tan esperada recuperación de la economía mundial.
Al menos así parece entenderlo el FMI, que, parapetado en una fe ciega en la generalización y eficacia del sistema de tipos de cambio flexibles, sitúa en un 50% la probabilidad de deflación en Japón, Hong Kong, Taiwan y Alemania, entre el 30% y el 50% la probabilidad deflacionista en Europa central, en torno al 20% en Estados Unidos y la mayor parte de los emergentes latinoamericanos, y en menos del 20% en España. Todo hay que decirlo, asumiendo siempre que la burbuja inmobiliaria no explota y los escándalos corporativos son ya cosa del pasado. Aunque los anteriores resultados no son para tirar cohetes -el riesgo existe, aunque sea moderado- y, pese a que el grado de endeudamiento de las economías familiares esté en máximos históricos precisamente en estos momentos -lo único seguro en un proceso deflacionista es que los deudores transferirán renta y riqueza a sus acreedores-, que nadie se corte todavía las venas.
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