Dutronc vive
Gisela M., guapísima catalana residente en Zúrich y autora de unas virulentas narraciones que por ahora se niega a publicar (sobre parejas que prefieren vivir discutiendo a ser felices, niños atormentados por la exuberancia hormonal de sus canguros, ancianos que sabotean la paz neutral y plurilingüe de una residencia de jubilados suiza), ha pasado por Barcelona. Me ha traído un CD, una botella de vino y un libro del norteamericano Richard Bausch. Lo celebramos dando cuenta de la botella, hablando de Bausch (ella habla; yo escucho) y tarareando canciones de Dutronc. Centrémonos en este último. El cantante-actor Jacques Dutronc acaba de cumplir 60 años y de grabar Madame l'Existence, un CD con composiciones nuevas para las que ha contado con su mejor letrista, Jacques Lanzmann. La unión del talento musicointerpretativo de Dutronc y del desparpajo literario de Lanzmann deslumbró al público francés cuando en 1966 el cantante se dio a conocer con un tema, Et moi, et moi, et moi, que parodiaba lo hippy reconvirtiéndolo en egocentrismo irreverente. Situado al margen de la tradición del chansonnier clásico y del discurso de los grandes de su tiempo, a Dutronc no le acomplejó gustar al público sin renunciar a una vena gamberra que, por fortuna, sigue explotando.
Ser hedonista en 1968 era una herejía arrogante y decadente. A Dutronc le resbalaba, aunque le costó ser acusado de misógino, carca y otras caricias propias de una visión intransigente de la vida. Él se divertía sorprendiéndose a sí mismo: instalando un retrovisor en el micrófono para vigilar a sus músicos, haciendo malabares con los juegos de palabra o construyendo un personaje más libertino que libertario. La prehistoria de Dutronc incluye una infancia de barrio con bandas de gamberros (en las que coincidió con Johnny Hallyday), un padre ingeniero de día y músico de noche, una madre ama de casa, una pasión por la buena vida entendida como derroche y una timidez socarrona, ideal para liderar pandillas de amiguetes fieles y folloneros. Dutronc se inició como músico de estudio, influenciado por el soul de una época en la que los arreglos se hacían a peso y sin escrúpulos tecnológicos. Fue entonces cuando conoció a Lanzmann, ex perito agrónomo, pintor, minero del cobre en Chile, jugador, contrabandista, camionero, novelista y caminante empedernido. Lanzmann dio estructura a los delirios de Dutronc y ahora, un siglo más tarde, sellan su reencuentro con canciones que incluyen letras como ésta: "Quisiera comprar / una democracia / quisiera comprar / lo mejor de una vida / quisiera comprar / libertad / y un poco / de fraternidad. / No tenemos este tipo de artículos / se equivoca usted de tienda / esto no es una república".
La dicción del Dutronc sesentón sigue siendo la misma: indolente, pasota, hermana de la de su amigo Serge Gainsbourg (trabajaron juntos aplicando este método: "Con una botella y una papelera. Vaciando la primera y llenando la segunda"). Además, se observan huellas de una biografía marcada por su matrimonio con Françoise Hardy ("Compartimos las tareas domésticas. Yo pongo el polvo, ella lo quita"), por películas como Lo importante es amar, por otras proezas cuyo éxito le obligaba a esconderse tras unas gafas de sol de policía de película gay, por una ironía inimitable ("¿Que si creo en Dios? Preferiría que fuera él quien creyera en mi") o por largas temporadas en su refugio de Monticello, en Córcega. Allí desconectó del show-business durante tanto tiempo que empezaron a circular infundios sobre su salud o sus adicciones. Le dieron por muerto tantas veces que empezó a tomárselo con filosofía, rechazando trabajos y ofertas (de Spielberg y Almodóvar entre otros), recorriendo bares con su pandilla y dando sentido a todas las leyendas que sobre él construía la bulímica prensa amarilla. Un día dejó de beber. Él lo cuenta así: "No sé por qué dejé de beber. Aquel día debía de estar borracho".
Con un puro en la boca, rodeado de un humo metafórico y real, aparece y desaparece en función de su humor, interpretando películas, grabando discos o montando giras donde descubre que su público se ha renovado, aunque sigue pidiéndole las canciones de siempre (Paris s'eveille, J'aime les filles). Su influencia en los músicos actuales es notable y se percibe en cantantes como Benjamin Biolay. Pero ni sus más dignos herederos han alcanzado su nivel de seductor descaro ("No hay que confundir a los pesimistas con los decepcionados. Los decepcionados tienen pruebas") y ese sarcasmo ("Dejé de creer en Papá Noël el día en que en unos grandes almacenes se me acercó a pedirme un autógrafo") que, cuando le apetece, practica Dutronc ("La vida es una enfermedad mortal que se transmite sexualmente"). Gracias, Gisela.
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