El nuevo reino de Patones de Arriba
Buen comer y rusticidad en un pueblo recuperado de Madrid
La llegada a Patones de Arriba puede defraudar. Un par de casas viejas y en obras cubiertas de lonas despuntan sobre el resto del diminuto pueblo aupado sobre un alto. Pero una ristra de coches bordea la carretera hasta la entrada alertando de algún posible atractivo. Y, en efecto, una simple ojeada entre las calles esmeradamente empedradas de este pueblo, declarado bien de interés cultural, desvelará en seguida su poderoso encanto y el interés de su singular arquitectura.
A 60 kilómetros de Madrid en dirección al norte, se trata de uno de los pocos exponentes madrileños de lo que se conoce como arquitectura negra, levantado casi por entero con mampostería de pizarra. Aunque, más que negro, el pueblo es pardo, como los propios canchales del entorno, pues la pizarra veteada muestra una rica gama de ocres, rojos óxido y grises. Tras años de paciente recuperación, la mayor parte debida a iniciativa privada, hoy Patones se ha convertido en una localidad muy visitada por el turismo madrileño, en la que hay más restaurantes que habitantes. Un lugar en el que reina la paz y el silencio entre semana, y un bullicio festivo y excursionista durante los fines de semana. La oferta gastronómica es atractiva y permite al visitante comer en las múltiples terrazas abiertas al horizonte, al abrazo del sol primaveral, mirando los montes cuajados de olivos y de rebaños de ovejas, o frente al arroyo que discurre dando brincos a los pies de la población.
Patones debe su nombre a la primera familia que lo habitó, los Patón. Su economía se basaba en el ganado caprino y ovino, y así dan fe aún las eras empedradas, y los numerosos tinados que trepan colina arriba. También se conservan varios hornos de leña circulares adosados a las paredes de las viviendas y un lavadero público junto al río.
El modesto caserío fue abandonado hacia 1930 por sus habitantes, que prefirieron instalarse en Patones de Abajo, en plena vega del Jarama. A partir de los años setenta comenzó su lenta recuperación, toda a manos de foráneos. El primer local público fue el mesón del Rey de Patones, cuyo nombre conmemora la leyenda del llamado Rey de Patones, un anciano que, al parecer, gobernaba el caserío con mano sabia. Dice una crónica de 1653 que el anciano, "a quien sencillamente llamaban Rei, porque los mantenía en mucha paz", era "una reliquia de la antigua simplicidad". Según la leyenda, uno de sus sucesores impidió siglos más tarde que las tropas napoleónicas invadieran el lugar. Aunque las malas lenguas aseguran que no se les había perdido nada en aquel villorrio. Hasta Julio Caro Baroja ha estudiado el curioso fenómeno de este rey rural.
Refinamiento y buen gusto
Hace unos diez años, un francés con ojo clínico, François Fournier, especialista en antigüedades y escenografías teatrales, se dedicó a comprar varias viviendas y creó un hotelito de siete habitaciones, que es el colmo del refinamiento y el buen gusto: El Tiempo Perdido. Nadie podría imaginar que la cancela que separa el patio de estilo toscano de la calleja umbría esconda joyas en porcelana de Sèvres y de Limoges, tapices de seda japoneses, mármoles romanos y, sorpresa, algunos cuadros de Costus. Justo enfrente, el restaurante Poleo, uno de los más veteranos y renombrados, está regentado por un cordobés, Paco Bello, que le da una impronta muy personal a su cocina entre francesa y cordobesa. En tan diminuto espacio poblacional conviven personas de las más diferentes procedencias. Así sucede también con Paco Elvira, madrileño que dirige una pequeña tienda de artesanía y fabrica encantadoras sandalias y alpargatas de cuero, o Jenny M. Houdelet, una alemana que vende bronces alemanes, cerámica y pintura. Grace Flemming es estadounidense y dirige El Tiempo Perdido. Asegura que "aquí, durante el resto de la semana estamos unos 12 o 14 vecinos, casi todos dedicados a la restauración y la hotelería, aunque sólo abrimos los fines de semana". Todos coinciden en afirmar que comprar una casa en Patones ya no es lo de antes. "Los precios están casi tan caros como en Madrid", explica Paco Elvira, "la gente se entusiasma, pero luego no hay quien resista durante todo el año. Aquí no había electricidad ni agua corriente hasta hace unos diez años".
Construir o rehabilitar en Patones es una empresa complicada, ya que no hay cabida para ninguna clase de maquinaria, los materiales son costosos y no se cuenta apenas con ayudas ni subvenciones. A pesar de ser destino exclusivo de fin de semana, no muestra todavía el sello de lo relamido. Lejos de ello, aún huele a pueblo de los de antes, y un cierto descuido asoma por las esquinas. Los cables del teléfono son su más fea tarjeta de presentación y algunos trastos viejos se acumulan en los rincones. Aun así, el pueblo mejora poco a poco con el paso de los años y el tesón de sus nuevos ocupantes, que lo han recuperado para un fin muy peculiar: la buena mesa. Hasta los lugareños venden allí sus productos: miel, nueces y hierbas aromáticas. Doña Teófila, dicharachera y vestida de riguroso negro, ofrece té de roca y espárragos. "Los cultivo ahí abajo, en la vega del río, y hablan solos de puro frescos, ya verás".
GUÍA PRÁCTICA
Dormir
- Alojamientos rurales.
Central de reservas: 918 43 21 34.
- Hotel El Tiempo Perdido (918 43 21 52 y www.estancias.es). Abre sólo los fines de semana. La doble, 168.
Comer
- Las Eras (918 43 21 26). Con terraza y buenas vistas, cocina sencilla y bien elaborada. Unos 30 euros.
- El Rey de Patones (918 43 20 37). Azas, 16. Platos castellanos con buenas materias primas. Alrededor de 30 euros. De jueves a martes.
- El Poleo (918 43 21 01). Travesía del Arroyo, 3. Recetas creativas. Unos 40. Tiene otro local con terraza.
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