Luminosa conversación
No es porque sí que algunas novelas de Javier Tomeo se hayan adaptado al teatro. En ese aparente ensimismamiento de sus personajes, en esa fría y delgada línea que separa sus movimientos y gestos escénicos de la consabida acción novelesca, estriba la singularidad de su discurso narrativo. No es que los personajes del autor de El castillo de la carta cifrada no describan la mayor de las veces los caminos de la novela tradicional. Se mueven en un ámbito, se dirigen a un paisaje o huyen de él, siempre en geografías indeterminadas, pero no parecen que necesiten todo ello para dirigirse o afianzarse en un destino. En todo caso parece como si un incomunicable destino lo llevaran consigo, inconsciente e incurable. Si exceptuamos una novela como El crimen del cine Oriente, donde la técnica realista domina el relato, en toda la producción de Javier Tomeo alienta el trazo escueto, fantasmagórico, como las líneas de un cuadro de De Chirico metaforizando la soledad del hombre contemporáneo. Leer su nueva novela, La mirada de la muñeca hinchable, es reencontrarnos con una poética de la absoluta ironización de la realidad, una poética que Javier Tomeo ha ido fortaleciendo libro a libro con excelentes resultados.
LA MIRADA DE LA MUÑECA HINCHABLE
Javier Tomeo
Anagrama. Barcelona, 2003
162 páginas. 11 euros
En La mirada de la muñeca hinchable, un hombre solitario urde un diálogo imposible con una muñeca de plástico. Como es de rigor en todo solitario, no necesita que le contesten. Por esa misma razón también entabla de vez en cuando alguna conversación con su madre muerta. El protagonista nos relata su peripecia absurda, absurda no porque él lo sea, sino porque lo es el innominado país en el que vive.
En ese país hay gente que
pone bombas, otros que buscan terroristas, además de un cuidadoso sistema de control y persecución de todo aquel que renuncie o deseche un aparato de televisión. Nuestro héroe vive en una finca de vecinos, de los que sólo conoce los ruidos y las sombras que proyectan en sus oídos y ojos. Es verdad que tiene un interlocutor fijo, con el que suele entablar diálogos fructíferos en el intercambio de sueños. Los sueños y unas luminosas conversaciones sin sentido son un bien escaso en un paisaje tan bien trabajado para la premeditada monotonía. Las calles que transitan el protagonista y su amigo Torcuato llevan nombres de militares. Secretamente el narrador alberga la esperanza de que algún día esos nombres sean cambiados por el de poetas. En esta novela la expectativa máxima a la que se aspira es a sentarse ante una ventana a contar las chimeneas que recortan el cielo. En este propósito descansa el único minuto de calidez humana de todo el relato. Así está el mundo, es como si nos dijera Javier Tomeo. Es un rasgo lírico que se agradece en una novela en la que nadie, con impecable lucidez, se hace demasiadas ilusiones.
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