Más allá de la buena conciencia decorativa
La exposición de obra última de Íñigo Manglano-Ovalle, un artista de perfil insólito, porque, habiendo nacido en Madrid el año 1961, se hizo artista en Chicago en 1989, a los 28 años, lo que, en consecuencia, ha supuesto que su promoción profesional, que está resultando un éxito, sea también muy reciente. Al margen de estos datos curiosos, si es que hoy en arte pueda haber algo que no lo sea, y antes de comentar su obra, creo que conviene informar que el comisario de la presente muestra es el brasileño Ivo Mesquita, y que en ella se exhiben 23 obras, todas las cuales, como promete la convocatoria, y como, dadas las circunstancias, no podía ser de otra manera, están fechadas en los tres últimos años.
ÍÑIGO MANGLANO-OVALLE
Fundación La Caixa
Serrano, 60. Madrid
Hasta el 20 de julio
Basada en una apropiación inespecífica de los sofisticados medios tecnológicos hoy disponibles, la formación, trayectoria y, por supuesto, la obra de Manglano-Ovalle posee un marchamo inequívocamente made in USA, no sólo porque, en efecto emplea con plena solvencia los recursos técnicos del totalizante y totalitario universo audiovisual, sino porque los pone al servicio de un discurso didascálico, moralizante, tal y como dicta la moda de ese arte estadounidense fraguado a la sombra de los collages, donde la síntesis entre unos vagos principios ideológicos bienintencionados y la más esmerada pulcritud formal, fruto de la inveterada obsesión higienista de la cultura protestante, dan como resultado algo así como "una buena conciencia decorativa", que a mí se me asemeja ala propugnada por el artista decimonónico Chenavard, célebre y hoy olvidado especialista en alegorías humanitarias, que creó escuela entre los jóvenes pintores sociales, de inclinaciones fourrieistas, surgidos tras la Revolución de 1830 y luego cruelmente satirizados por Baudelaire, Balzac y Flaubert.
De todas formas, como se dice, ha llovido mucho desde entonces, sobre todo desde un punto de vista tecnológico, y, sea cual sea la opinión que se tenga sobre la situación del arte actual y la de esta corriente tecnohumanitaria que expende hoy el mercado estadounidense, he de confesar que a mí la obra de Manglano-Ovalle me interesa cada vez más, según la voy conociendo mejor; esto es: mucho más el conjunto que ahora exhibe en La Caixa que lo que vi, hace tres años, en una galería madrileña, su primera presentación española, de la que ahora conserva una obra de referencia.
Pero si me interesa la obra
de Manglano-Ovalle no es por lo que tiene de precipitado a partir de la suma de tecnología punta e ideología humanitaria; esto es: por su explicado y explicable didactismo de videojuego social y por los gadgets de divulgación tecnocientífica, sino porque demuestra ser capaz de sobrevivirlos y emplazarse en un más allá o en un más acá decididamente poético, donde las cosas se presentan con una evidencia luminosa, que, más que darnos explicaciones, nos dejan en un fecundo estado interrogativo.
La selección y la presentación de su obra en La Caixa es, como conjunto escénico, impecable, y, tal como corresponde, aunque no siempre se consiga, en estos casos, ciertamente fascinante. El registro de Manglano-Ovalle es sorprendentemente variado, de factura refinada y casi nunca banal, generando cortacircuitos sensibles muy excitantes, que no caben en el manual de instrucciones donde él trata de embutirlos; en suma: que su sentido musical es mucho más potente, eficaz y persuasivo que la letra de la canción, lo cual es lo verdaderamente prometedor en un artista, sea del pasado, del presente y, si ha lugar, también del futuro.
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