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Efecto bumerán

Primero, los hechos. En el epicentro y referente planetario de las movilizaciones ciudadanas contra la guerra de Irak, en Barcelona, aquel que apareció como "el partido de la guerra", el de los palafreneros de Bush y los fautores de bombardeos sobre Bagdad, el Partido Popular, logró el pasado domingo 18.700 votos y un concejal más que en las municipales de 1999, y ello con un cabeza de lista tan poco arrebatador como Alberto Fernández Díaz. Tampoco en las ciudades del entorno metropolitano que tanto se significaron por su activismo pacifista (Badalona, L'Hospitalet, Cerdanyola, Cornellà, Esplugues, El Prat, Ripollet, Rubí, Sant Boi...) ha registrado el PP retroceso significativo alguno; más bien al contrario, de manera que, en el conjunto de la provincia, gana 46.500 sufragios.

La izquierda parecía convencida de que para barrer al PP bastaba con lucir el 'No a la guerra'

Si consideramos ahora el escrutinio a escala española, resulta que en el país europeo más consecuentemente antibelicista, allí donde -según las encuestas- más del 90% de la población se oponía a la campaña iraquí, el partido del señor Aznar ha obtenido la confianza del 33,8% de los votantes; en cifras absolutas, su registro de cuatro años atrás suma 438.000 sufragios adicionales, medio millón largo si les agregamos los de Unión del Pueblo Navarro, y en porcentaje apenas pierde un par de décimas. Conviene subrayar, además, que tales guarismos no se sustentan sobre una base rural o de burgos podridos, sino urbana, capitalina (Madrid, Valencia, Valladolid, Las Palmas, Cádiz, Oviedo...), se supone que más informada y politizada.

Y bien, ¿qué ha sucedido? Las opiniones son libres, y los análisis poselectorales forzosamente complejos, pero tengo para mí que, al menos en parte, la izquierda española ha sido víctima de sus excesos retóricos, de su desmesura verbal y gestual a la hora de criticar el alineamiento político del Gobierno de Aznar junto a Washington y Londres en orden al derribo por la fuerza del régimen de Sadam Husein. Si en la Gran Bretaña de la segunda posguerra mundial se calculó que un famoso exabrupto del ministro de Sanidad, el izquierdista Aneurin Bevan -había tildado a los dirigentes conservadores de "menos que gentuza"-, hizo perder al Labour dos millones de votos en las elecciones de 1950, ¿cuántos votos habrá restado al PSOE -o a cuántos, reticentes, habrá empujado de vuelta hacia el PP- el insistente clamor pacifista tachando de "asesinos" y "criminales de guerra" a dirigentes y militantes populares, el prolongado acoso a sus locales y sus actos, el generoso despliegue de excrementos, vísceras, sangre y huevos con que fueron obsequiados durante semanas? No, no se trata de deslegitimar la protesta antibélica; se trata de saber -y el País Vasco nos ofrece varios ejemplos de diverso signo- que la victimización de un determinado grupo político, que el complejo de ciudadela asediada no sólo no lo debilita, sino que fortalece las lealtades internas, alienta a los tibios y atrae simpatías hacia el perseguido, sobre todo si éstas pueden expresarse con la discreción y la seguridad del voto secreto. Me parece que algo de esto ocurrió el 25 de mayo.

Pero, a mi juicio, el bumerán que la izquierda lanzó y que ha acabado golpeándole la cara -la cara de Trinidad Jiménez, por ejemplo, y bien que lo lamento- no consistió sólo ni principalmente en las algarabías juveniles ante las sedes del PP, ni en los epítetos pasados de rosca que se voceaban en las manifestaciones, ni en los carteles truculentos exhibidos por Izquierda Unida en el Congreso. Lo peor fue la creación de un clima público, de un ambiente social en el que cualquier desatino político, cualquier atropello a la cultura democrática y al sentido común hallaba cálida acogida y aplauso, siempre que se amparase en el consa No a la guerra. Les pondré tres ejemplos menores, recogidos todos de este mismo diario entre primeros de abril y primeros de mayo.

Por una parte, la cúpula de la Unión de Pequeños Agricultores y Ganaderos (UPA) acordó expulsar de la susodicha entidad al socio Inocencio Arias por el nefando crimen de haber, en su calidad de funcionario de carrera, defendido en el Consejo de Seguridad de la ONU la postura del Gobierno que le nombró ante la crisis de Irak; los esforzados dirigentes agropecuarios tuvieron a bien justificar la expulsión "como muestra de solidaridad con las víctimas de la guerra". Por su parte, el grupo socialista en el Ayuntamiento de Tarragona presentó una moción para excluir de la mayoría consistorial a todo partido que no profesase el credo antibélico porque -explicó el portavoz, Xavier Sabaté- "es incompatible el gobierno de la ciudad con la no condena a la guerra" (sic); no me consta que ningún superior jerárquico le desautorizase, ni que nadie llevase a la fiscalía tan grosero intento de subvertir los principios más básicos de la democracia representativa. En fin, y ya en los prolegómenos de la reciente campaña, la Federación de Asociaciones de Vecinos de Barcelona (FAVB) programó un debate preelectoral con los cabezas de lista de las principales fuerzas políticas locales..., excepción hecha del Partido Popular; por fortuna, la negativa de CiU y el PSC a comparecer en tales condiciones obligó a cancelar ese debate ful.

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Tal vez esté muy equivocado, pero sospecho que esa clase de actitudes no ha contribuido poco a movilizar el voto conservador, el pasado domingo. En todo caso, la izquierda pareció convencida de que, para barrer al PP, bastaba con que colegios electorales, solapas de interventores y camisetas de militantes luciesen el taumatúrgico No a la guerra. El escrutinio ha demostrado que va a hacer falta bastante más.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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