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No a la guerra, sí a la democracia

Las movilizaciones ciudadanas a favor de la paz y en contra de la guerra de Irak han reabierto un debate que subyace en nuestra sociedad y del que sólo nos acordamos cuando fenómenos como los recientemente ocurridos lo resitúan en la escena pública: cómo profundizar en el ejercicio de la democracia, cómo acercar la política a los jóvenes y al ciudadano en general, cómo conseguir que todo el mundo, sin olvidar la infancia, pueda participar y se involucre más en los asuntos públicos. Esta guerra y la respuesta ciudadana han desvelado las inmensas contradicciones de una sociedad que avanza y se mueve más deprisa que la capacidad de reacción de muchos políticos.

La primera gran contradicción deriva de la propia globalización. Entre sus aspectos positivos, la capacidad de impulsar convocatorias masivas; de acceder a la información, intercambiarla y divulgarla; de crear plataformas globales que unen a ciudadanos diversos del mundo en torno a problemas concretos que nos son comunes. Hoy es posible una manifestación global y simultánea, de la misma manera que es más difícil manipular o restringir la información. Sin embargo, en la toma de decisiones para la intervención o la resolución de conflictos internacionales, la iniciativa unilateral de una superpotencia ha desbancado la multilateralidad y los acuerdos internacionales mínimos para legitimar una acción que, además, introducía un nuevo precedente de desencadenamiento de conflictos que es la guerra preventiva. He aquí, pues, la gran paradoja y nuestro primer gran déficit democrático: a más globalización ciudadana, menos globalización en la toma de decisiones que afectan a un mundo globalizado.

Necesitamos que el político se sienta en deuda con su elector

En el ámbito de la política nacional las recientes manifestaciones han puesto de manifiesto, una vez más, que los ciudadanos salen masivamente a la calle cuando se trata de defender o reivindicar una causa justa que afecta a los principios y valores básicos de nuestra razón de ser (la vida, la paz, la libertad, nuestros legítimos derechos...) o para denunciar las masacres injustificadas o pretendidamente justificadas que sólo buscan el dominio de unos sobre otros. Barcelona ha llegado a ser el referente mundial del clamor de las masas en contra de la guerra y, sobre todo, en contra de actitudes que desprecian la opinión de la mayoría de los ciudadanos.

En Barcelona y en Cataluña esta actitud debe valorarse más aún cuando la ciudadanía ha sabido defender en otras ocasiones y con el mismo ahínco una intervención militar para frenar un genocidio y poner las condiciones para recomponer la paz, el diálogo en la lucha contra el terrorismo o la recuperación de las instituciones que nos identifican como país. Todos guardamos, en la memoria y el corazón, el Onze de Setembre de 1977, la manifestación tras el asesinato de Ernest Lluch y las concentraciones por Bosnia y Sarajevo.

Aquel Onze de Setembre los catalanes empezamos a recuperar nuestro autogobierno y del conflicto de los Balcanes resurgió, con fuerza, la necesidad de avanzar en la puesta en marcha del Tribunal Penal Internacional y de reforzar el derecho internacional, así como una estrategia exterior común europea.

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Pero ¿qué ha quedado del duelo por Ernest? ¿Qué ha quedado de las manifestaciones y caceroladas -la última el pasado sábado- en contra de la guerra de Irak? De momento, sólo un gran paso atrás en la convivencia y el diálogo entre las distintas naciones que configuran España, un paso atrás en el espíritu de la construcción europea y en la defensa de los derechos de ciudadanos y pueblos en un mundo globalizado, y un gran cisma entre la voluntad de los ciudadanos y las decisiones de un gobierno democráticamente elegido. Además una crisis de identificación entre el ciudadano y el político, y la sensación de que la democracia representativa ya no representa, al menos suficientemente, la voluntad del ciudadano y de que son necesarios nuevos instrumentos para que las acciones del gobierno sean más acordes con las voluntades y realidades más cotidianas de aquellos a quienes gobierna.

Esta reflexión, esta realidad, no debería aparcarse ahora que otras noticias acaparan la atención de la opinión pública. La sociedad no está dormida, sino que se mueve con parámetros e instrumentos distintos. La sociedad de hoy ha reclamado el derecho a participar de un poder que otorga a sus representantes e influir en sus decisiones.

Ésta es quizá una buena ocasión para recordar que la soberanía en la que se basa la democracia recae, fundamentalmente, en el individuo y que, en consecuencia, lo que quizá habría que cambiar son las estructuras que impiden o dificultan su ejercicio.

Sin embargo, ello no será posible si las personas que creemos en la política no contribuimos a cambiar una cultura que, hoy por hoy, se rige más por un gobierno que hace y un ciudadano que se queja, que por un gobierno que busca, en el ciudadano, el cómplice que le ha de ayudar a transformar la sociedad.

Sin este cambio de cultura, sin este cambio de mentalidad, es difícil pensar que puedan impulsarse las reformas necesarias para iniciar un proceso real de devolución de poder al ciudadano. En Cataluña, y en España, necesitamos que el político se sienta en deuda con su elector, por lo que urge una reforma de la ley electoral que facilite la introducción de listas abiertas, así como la garantía de una mayor transparencia y seguimiento de la gestión pública. Necesitamos que los centros de decisión estén más cerca del ciudadano, de sus problemas, reforzando el papel de las ciudades y de los territorios que configuran una realidad cultural e histórica propia. Las personas y los pueblos han de sentirse partícipes de los proyectos que guían y condicionan su vida cotidiana, su hábitat, su entorno, su futuro, participando más directamente en los procesos que los definen y gestionan. No se trata de reclamar fórmulas asamblearias, sino de establecer un marco de confianza mutua y de recuperar así la creatividad, el conocimiento y la sabiduría que nos aporta el ser humano de toda edad y condición para enriquecer y optimizar la gestión de la polis.

Teresa Sandoval fue concejal de Gràcia entre 1995 y 1999.

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