El espectáculo
Votar es tal vez el acto personal con mayor influencia en lo colectivo. El mero hecho de votar nos confirma como personas, es decir, ese grado en el que se reconoce que no hay yo sin tú, ni nosotros sin vosotros. La sociedad puede ser una entelequia, pero no las personas ni los votos que hoy están en danza. Los que se abstienen también existen, pero igual ellos mismos lo ignoran. Su renuncia a votar conforma casi siempre un porcentaje nada despreciable de individuos respetables como cualquiera, pero de los que sólo sabemos que la convivencia tanto les importa. Quizá piensen incluso que su indefinición política les protege.
Imagino a los que votan con ilusión: el hecho de votar da fe de que existimos, lo cual, en un mundo cada vez más convencido de que lo que no sale por televisión no existe, es toda una declaración de principios. Otra cosa es que los candidatos, en general, nos ilusionen. Incluso no es seguro que nuestro candidato, aquel al que acabaremos votando tras las dudas de rigor, nos ilusione especialmente. Lo normal es que el ser perfecto no exista y la política no se libra de esa implacable realidad. Así que nuestro candidato, al que acabamos de votar, tiene su lado borde, sus inconvenientes, sus manías y seguro que sus puntos insufribles.
Los candidatos. Hay que reconocer, de entrada, el valor de los que se presentan ante nosotros para que emitamos nuestro juicio: elegir a uno es eliminar a todos los demás. En eso, la votación es como las expulsiones de Gran Hermano u Operación Triunfo y sólo los genios de la demagogia política -imaginen ustedes a quién quieran- son capaces de actuar en una campaña con el desparpajo habitual que requiere la televisión. Porque, amigos, demasiada gente en este país confunde política y voto con televisión y concurso. Demasiados han perdido el cerebro en el laberinto de la cultura de la imagen. Y también muchos más de la cuenta piensan que la política y las campañas son un espectáculo.
Y así van los pobres candidatos, más preocupados por su look que por sus programas. Más entregados a la foto y al minuto de gloria televisivo que a argumentar el porqué de sus propuestas o sus críticas al contrario. Claro que eso es lo que les aconsejan sus asesores o quienes ejerzan de responsables de la campaña. Una buena foto -esa es la creencia generalizada- vale más que mil palabras. Y ¡sobre todo! los pobres -insisto- candidatos deben abstenerse de grandes explicaciones verbales: ¡han de hablar en píldoras, en eslóganes! Y repetirlos hasta la saciedad. ¡Sólo así, dicen los expertos, la gente retiene el mensaje! Esa es la opinión que los asesores tienen de nosotros.
Nuestros candidatos locales barceloneses, por hablar de los que me afectan personalmente, han conseguido, en lo que depende de ellos, estos objetivos a la perfección. Sus sonrisas -las de todos- son de anuncio de dentífrico; sus ropas, de estupendo catálogo de boutique de gran almacén; sus peinados -y despeinados, ojo- hablan de seriedad, de modernidad, de conservadurismo, hasta de alegría. Todos han hecho estilo de su seriedad, de su progresismo, de su futuro, de su entusiasmo y hasta de su saber resistir el chaparrón. Se han comportado como experimentados top models, ya que esto es lo que la cultura de la imagen espera de ellos. Y lo que te rondaré morena. Hasta han logrado ignorar que sus respectivos partidos estaban, mayormente, en su propio trance electoral, entretenidos con sus polémicas favoritas nada municipales; algunos hasta se han montado un plebiscito por su cuenta.
Con todo esto en la cabeza, hoy tratamos de elegir a quienes organicen bien nuestro día a día, no a actores de un espectáculo. La paradoja es que, tal vez, sabemos mucho más del espectáculo que de qué aportarán a la convivencia. Claro que el espectáculo también puede verse como un símbolo de lo que nos espera. Ah. Y siempre está la suerte.
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