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Crisis global y soberanía múltiple

Enrique Gil Calvo

Es vox pópuli que la historia la escriben los vencedores. Pero no siempre, pues para eso resulta preciso convencer también a la opinión pública. Es lo que ahora pretenden los conquistadores de Irak, que buscan legitimar ex post su invasión. Y en principio parece que lo van a conseguir, pues el Consejo de Seguridad ha convalidado con justificaciones humanitarias el dominio que Washington detenta de facto, en lugar de exigir responsabilidades por tan flagrante ilegalidad, como debiera. Pero a medio plazo las cosas no están claras, pues la victoria militar de los agresores podría resultar pírrica, si no logran traducirla a nueva legitimidad política.

Para poder escribir la historia los vencedores han de crear nuevas reglas, siendo capaces de imponer su aceptación por libre consentimiento de los llamados a obedecerlas. Es lo que por ejemplo sucedió en 1945, cuando los aliados impusieron un nuevo orden mundial mediante la Declaración de Derechos de 1948. Debe reconocerse, además, que si los europeos continentales somos hoy demócratas es gracias a la victoria militar estadounidense, pues sin ella se mantendría lo que Arno Mayer ha llamado la persistencia del Antiguo Régimen. Pero que la cosa funcionase en 1945 no significa que haya de funcionar siempre. Por ejemplo, en 1918 la victoria militar no funcionó, pues el sistema de reglas impuesto en Versalles por los vencedores -la Liga de Naciones- fracasó estrepitosamente.

¿De qué depende que haya éxito o fracaso? En teoría, hay dos métodos para imponer reglas: el contractual (Kant) y el coercitivo (Hobbes). Pero este último fracasa si no se traduce luego en aquél. El éxito de Naciones Unidas se debe a que Washington acertó por partida doble: en 1945 impuso su hobbesiana victoria militar y en 1948 acordó un kantiano contrato social de alcance mundial. Aquel sistema de reglas entonces otorgado permitió enfrentarse con éxito a 40 años de guerra fría evitando que degenerase en holocausto nuclear. Pero tras la caída del imperio soviético, aquel sistema de reglas quedó amortizado, se tornó obsoleto y dejó de funcionar -como demostraría la incapacidad de enfrentarse al conflicto balcánico, por lo que se intervino en Kosovo al margen de la ONU-. De modo que hacía falta sustituirlo por otro nuevo contrato mundial, que Washington, como único vencedor de la guerra fría, prefería imponer unilateralmente a negociarlo multilateralmente. Y el 11-S le proporcionó el pretexto que buscaba, sirviendo de acontecimiento precipitante que permitía abrir un proceso de cambio de reglas. La consecuencia ha sido la invasión de Irak: una iniciativa unilateral de Washington que significa tanto la abolición de las reglas de la ONU como el anuncio de la inminente imposición de un nuevo sistema mundial de reglas otorgadas por quienes monopolizan el poder militar.

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El problema es que todo proceso de cambio de reglas implica la apertura de una crisis política, pues mientras dura el proceso de cambio no hay en vigor regla alguna: las precedentes ya no son obedecidas y las reglas futuras son todavía desconocidas e inciertas. La sociología de las crisis políticas es una cuestión fascinante, sobre la que Michel Dobry ha propuesto algunas generalizaciones. Ante todo, están presididas por la incertidumbre: se sabe cómo empiezan pero no cómo se desarrollan y menos cómo y cuándo terminan, pues su imprevisible final está abierto a todos los posibles desenlaces. En segundo lugar, durante el transcurso de una crisis el normal determinismo socio-económico deja de funcionar, por lo que los actores colectivos y sus agentes políticos se independizan de las estructuras sociales cobrando autonomía propia. Y por ello mismo -en tercer lugar-, el comportamiento tanto de los líderes como de sus bases deja de ser previsible para hacerse plástico, fluido y cambiante, con imprevistas traiciones, rupturas de pactos y cambios de alianzas.

Todo esto sucede cualquiera que sea la escala, tanto en las crisis políticas que se producen en un solo país -por ejemplo, durante las revoluciones o las transiciones a la democracia- como en las que afectan al sistema multilateral de Estados -por ejemplo, durante las crisis internacionales o las guerras mundiales-. Pues bien, al invadir Irak, quebrando las vigentes reglas de la ONU, Washington ha abierto una crisis política de alcance global, que se sabe cómo ha empezado pero que no se puede saber cuándo ni cómo acabará. Y una crisis en la que se dan todos los fenómenos identificados por Dobry: traiciones -como la de Aznar a Europa o la de Chirac a EE UU-, volatilidad del determinismo infraestructural -pues las damas de clase media se manifestaron contra la guerra junto a obreros, estudiantes y empleados-, quiebras de las coaliciones previas -pues los partidos que antes apoyaban al Gobierno luego se pasaron a la oposición-, formación de alianzas contra natura -como en Francia, donde a Chirac lo apoyó la izquierda más que su partido- y ruptura de los vínculos de lealtad entre los líderes y sus bases -como les sucede a Blair o Aznar, desmentidos por sus seguidores-.

Y esta situación de emergencia, causada por la crisis política, es la que también ha generado la extraordinaria efervescencia colectiva de la opinión pública, que por todo el globo se echó a la calle para protestar contra la guerra. Para explicar tanta movilización antibelicista se suelen aducir dos razones asociadas entre sí. O bien se atribuye su magnitud a la propia monstruosidad de una agresión tan injusta y gratuita, cuya arbitraria desproporción de fuerzas despertó una indignación universal, o bien se recurre al efecto multiplicador que los medios digitales están teniendo sobre las diversas redes de interacción ciudadana -lideradas por los Foros Sociales movilizados contra la globa-lización-, que al enlazar sus plurales anillos entre sí han entrado en resonancia. Pero creo que aún hay algo más.

Los teóricos de la movilización colectiva (como Tilly, Skocpol, Tarrow, etcétera) explican su éxito a partir de un factor coyuntural como es la debilidad del poder, ya sea que se produzca ésta como consecuencia de una crisis política o de una derrota externa, por la división de las élites que componen el bloque de poder -a lo que Tilly denomina soberanía múltiple- o por una combinación de todos esos factores. Pues bien, en el caso de la crisis global que nos ocupa, creo que la razón que más ha influido para espolear la insurrección ciudadana ha sido la soberanía múltiple. Fue el gesto de desacato de Chirac el que, dando ejemplo a los demás (Alemania, Bélgica, Rusia, México, Chile, China, etcétera), dividió a la élite del poder mundial, brindando a los ciudadanos la oportunidad de movilizarse para impugnar un ataque que era ilegítimo por carecer de respaldo unánime.

Pero si Francia osó dar ese paso adelante, liderando la resistencia contra el poder estadounidense, es porque Washington parece cada vez más inconsistente, careciendo de verdadera autoridad moral. Pese a sus espectaculares demostraciones de fuerza militar, que por otra parte sólo emprende contra los más débiles, el poder estadounidense comienza a ser incapaz de imponer su voluntad al resto del planeta, que se resiste a obedecerle con la misma docilidad que antes. El desacato de Chirac sólo fue un primer aviso que podría repetirse, por lo que resulta improbable otra nueva guerra de Irak.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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