Casablanca y el metalenguaje del terrorismo
La falta de reivindicación de los atentados desde el 11 de septiembre deja abierto el significado de los mismos. Su atribución es objeto de especulaciones y, aunque su autoría ofrezca pocas dudas, puede resultar una buena coartada para cuantos no quieran sentirse concernidos por lo que puedan querer decir. Para escudriñar el objetivo perseguido por los terroristas es obligatorio atar cabos entre los signos e indicios de los atentados, a veces bien evidentes, como es el caso de los recientes de Casablanca. Porque el terrorismo es, ante todo, un metalenguaje. Escrito con palabras de horror, no hay duda, pero al fin y al cabo es un lenguaje que es necesario descriptar. Junto al terror insensato, no todo es irracional en los actos terroristas como el que se cebó en la Casa de España y otros lugares de la capital económica marroquí. Hay un lado premeditado, a la hora de seleccionar los objetivos y de ponerlos en relación, que impregna de sentido a la acción. Si no sabemos leer en esos renglones torcidos de la violencia, lo que en última instancia persiguen quienes los deciden y quienes los cometen, nos veremos abocados a verlos repetirse incontablemente ante nosotros. No vale el discurso huero, de propaganda, el grito de guerra a muerte al terrorismo, o el argumento de que a éste se le combate con coordinación policial internacional, si nos limitamos a atacar sus síntomas, sin jamás afrontar, y decididamente, sus causas.
En el atentado múltiple de Casablanca se han destacado tres objetivos a un tiempo: el seminario sobre terrorismo internacional que se celebraba en el hotel Safir, del que al fin y al cabo poco se ha hablado; la casa de España, y tres centros relacionados con la comunidad judía de la ciudad: un viejo cementerio, la Alianza israelita y un restaurante regentado por un miembro de esta comunidad, situado junto al Consulado de Bélgica. Intentando descifrar el significado de las acciones, lo que ofrece menos duda es la voluntad de vincularlas con los acontecimientos de Palestina, a través del daño a símbolos judíos en Marruecos. La campaña electoral en España y la resaca del clima que produjo la decisión de José María Aznar de apoyar decididamente la guerra americana, han hecho que resulte entre nosotros más polémica la interpretación acerca de si la conversión en objetivo terrorista de la Casa de España de Casablanca tiene o no que ver con la opción belicista de nuestro Gobierno en Irak.
La Casa de España en Casablanca fue uno de esos centros que el régimen de Franco abrió por el mundo en los años cincuenta para intentar congraciarse con cuantos españoles del éxodo estuviesen nostálgicos de su patria sin hacerse demasiadas preguntas acerca de quién gobernaba aquí. Su creación, a manos del cónsul Teodoro Ruiz de Cuevas, fue toda una operación política que dio al traste con el Centro Español, de obediencia republicana, con más de treinta años de vida, que terminó siendo cerrado por la realpolitik del Gobierno marroquí de entonces, paradójicamente dirigido por el progresista Abdallah Ibrahim. Casablanca era, en 1958, una ciudad de casi 700.000 almas, de las que 40.000 eran españoles. Todavía queda la huella de aquel pasado en el barrio del Maarif, aunque la colonia hoy residente, bien distinta socialmente de la de entonces, apenas llegue a los dos millares.
Con el tiempo, la Casa de España se convirtió, como las de Tánger, Tetuán o Larache, en un buen restaurante de comida típica española, buen pescado y paella, a veces angulas a buen precio, pero en el que la clientela más común es marroquí de clase media acomodada. Por eso, en la horrenda carnicería de los atentados del 16 de mayo, la inmensa mayoría de las víctimas fueron marroquíes. ¿Error de cálculo de los terroristas o, por el contrario, junto a los intereses visiblemente españoles que evoca el nombre y carácter del local afectado, pretendían también amedrentar a las clases medias marroquíes no suficientemente piadosas como para acudir a locales donde se expende Heineken o buen Cabernet President? De lo que no hay duda es de que, si el objetivo fuese más bien en este segundo sentido, muchos otros locales hay en Casablanca más emblemáticos para atentar que esta Casa de España, que lleva en su nombre una marca comunitaria, también simbólica, como ocurre con la Alianza israelita, centro comunitario judío por excelencia.
Por su parte, con el ataque a objetivos judíos en Marruecos, sus autores olvidan -o desdeñan conscientemente- que Marruecos ha sido un país que ha desempeñado un gran papel en la mediación entre árabes e israelíes a todo lo largo de su historia reciente, pero sobre todo en esos años noventa en los que se creyó en el proceso de paz. A su retorno de firmar los acuerdos de Washington en 1993, Isaac Rabin y Simon Peres hicieron escala precisamente en Marruecos para agradecer esa mediación a Hassan II. No era por veleidad prooccidental ni por claudicación alguna ante la Casa Blanca por la que Marruecos sirvió de plataforma de mediación entre judíos y árabes. Era porque el judaísmo ha sido y es uno de los componentes del patrimonio histórico milenario de Marruecos. Un cuarto de millón de judíos vivían en tiempos del Protectorado, 74.000 de ellos en la ciudad de Casablanca. Pero no pocos de ellos en alcarrias perdidas como Debdu, Amizmiz, Erfud o Taliuin, cada una con más de un millar de judíos. La simbiosis entre las dos comunidades ancestrales de Marruecos llegó a tal punto en muchos lugares que la religiosidad popular musulmana veneraba 90 santos judíos, la judía a una quincena de santos musulmanes y ambas comunidades reivindicaban a su vez a 36 santos comunes. Las peregrinaciones a estos santuarios en Marruecos de judíos emigrados a Israel no cesaron en las últimas décadas, mientras la colonia que permanecía en el país se iba reduciendo a escasos millares en relación directa con el crecimiento del odio racial entre árabes e israelíes.
Las nuevas generaciones de marroquíes lo ignoran todo acerca de esta comunidad judía, parte integrante de la historia de su país, asimilando, por influencia del sufrimiento palestino, el antisionismo a un antijudaísmo primario, en la ignorancia de que patriotas marroquíes como Abraham Serfaty o Simon Levy se hayan dejado la piel en la lucha por la construcción de un Marruecos democrá-tico. Este último, que dirige con mucho esfuerzo y pocas ayudas un museo de la memoria judeo-marroquí en Casablanca, se lanzó en plena noche del 16 de mayo a pedir protección policial para ese museo, parte viva del patrimonio de su país. Por su parte, el judeo-marroquí más influyente, André Azulay, consejero de Mohamed VI, debe capear desde hace tiempo entre las acusaciones que cierta prensa le lanza en su país, tildándolo de sionista, y las que cierta prensa española le atribuye de agente del capitalismo francés, pretendiendo descalificarlo como si no se tratase de un hijo de Essauira, su ciudad natal, sino de un forastero.
Para Marruecos ha sido un choque brutal encontrarse con estos atentados. Son las primeras víctimas propias del terrorismo que se conocen en ese país, lo que ha provocado una condena unánime de la población, confundidas todas las fuerzas políticas sin excepción en el rechazo de la acción y en la injustificabilidad de los hechos. Va a ser un revulsivo que exija más que nunca el debate y el concurso de todos los componentes de la sociedad, para así evitar caer en la peor de las derivas, la obsesión por la seguridad, en detrimento de la construcción democrática, la lucha contra la pobreza y el subdesarrollo y la apertura al capital extranjero, sin duda ahora receloso del significado de estos atentados. El primer ministro, Dris Yettú, ha hecho referencia en su discurso del domingo 19 de mayo a que no se dará marcha atrás en las conquistas del pueblo marroquí a favor de los derechos humanos, las libertades, el pluralismo y la "tolerancia cultural y religiosa", pero dando a entender que los atentados son la "prueba irrefutable" de la actitud infundada de "ciertas organizaciones políticas y asociaciones de la sociedad civil, así como ciertos periódicos, que se han habituado, de buena fe y en nombre de la defensa legítima de los derechos humanos, a protestar y denunciar cada detención, interrogatorio o proceso aun cuando se respeten y garanticen los derechos a la defensa". En su lenguaje deja entrever cierta desautorización hacia las denuncias de torturas contra miembros de asociaciones de derechos humanos o de grupos islamistas publicados en las últimas semanas por la prensa independiente. Pero, por dura que sea la amenaza terrorista -y la envergadura de los hechos demuestra que lo es-, debe entender Dris Yettú que la peor de las decisiones para su país sería la de dejar vía libre y exclusiva a unos servicios de seguridad que gozan de impopularidad y que están ligados a lo más negro de la historia de Marruecos. Debe recordarse que el antecedente de estos hechos, el atentado contra el Hotel Atlas-Asni de Marrakech en 1994, sirvió en última instancia para reforzar el papel del ministro del Interior Dris Basri frente a las pretensiones aperturistas de los partidos democráticos.
Planteaba al principio de este artículo que la lucha contra este terrorismo que cunde por el mundo islámico debe afrontar, junto a los síntomas, las causas que lo fundamentan y lo nutren. Para desarmar al terrorismo hay que desmontar sus argumentos, deshacer su montaje simbólico. Buena parte del mismo está construido sobre el símbolo de una Palestina irredenta, lo que sirve de pretexto para sembrar de terror a los que señala como culpables. Sin embargo, desde el 11 de septiembre muy poco se ha hecho desde la comunidad internacional para solucionar este "pecado" original, esta injusticia "originaria", que se hace mayor cada día en Palestina. Mientras no se ayude con todas las fuerzas que cada país tenga en su mano a resolver ese problema -y España tiene ahora en su mano cierta capacidad de decisión en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, por no hablar ya de la cacareada línea directa con la potencia única-, seguiremos asistiendo a carnicerías monstruosas como la del 16 de mayo.
Entender el lenguaje del terrorismo no es, en ningún caso, ceder a su chantaje. Porque no es chantaje pretender que se cumplan, 36 años después de promulgada, una resolución justa de las Naciones Unidas que pide a Israel la retirada de los territorios ocupados en 1967. Naturalmente que no es fácil hoy, cuando Israel ha hecho tanto para hacer esa ocupación irreversible. Pero hay gestos que se pueden hacer y que no se hacen, mientras los años noventa estuvieron llenos de gestos que permitieron encontrar una salida e incluso pensar que la paz entre Palestina e Israel era posible. Madrid mismo se convirtió en noviembre de 1991 en "capital de la paz".
Simon Peres ha escrito en Le Monde del 14 de noviembre pasado que "debemos anunciar que estamos dispuestos a incluir en todo acuerdo permanente la retirada de los asentamientos como lo propuso Bill Clinton en Camp David. La sociedad israelí ha pagado un fuerte tributo a los asentamientos. Han devorado el presupuesto y hecho difícil el trazado de un mapa que asegure la paz y la seguridad para Israel". No es cuestión ahora de entrar en si estas palabras, escritas en vísperas electorales, eran más o menos creíbles, viniendo de quien venían, sino de reconocer que al pronunciarlas estaba tocando el fondo de la cuestión, señalando dónde debe la comunidad internacional presionar al Gobierno Sharon. Naturalmente el drama de Palestina, pese a su carácter simbólico, no constituye la única causa de este terrorismo, alimentado también por la falta de esperanzas en barriadas de miseria como la de Sidi Mumen en Casablanca, de la que procedían la mayoría de los terroristas suicidas. Pero su solución pondría fin al principal argumento que vienen esgrimiendo estos apóstoles de la violencia.
Bernabé López García es catedrático de Historia del Islam contemporáneo en la UAM.
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