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Aproximaciones | LOS LIBROS DE LA FERIA
Columna
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Un gallo al rojo vivo

Juan Cruz

HOY, 24 DE MAYO, se conmemora el centenario del nacimiento de Domingo Pérez Minik, uno de los intelectuales más importantes y singulares de Canarias. Su influencia en la región fue muy grande; nunca salió de ella, como Lezama de Cuba, pero hizo desde la isla de Tenerife, donde nació, una extraordinaria labor polémica, en torno al teatro español y europeo, alrededor de la novela extranjera, de la que escribió habitualmente en la revista Ínsula, y acerca de la creación literaria artística, y no sólo, de su propio ámbito insular. Su madurez coincidió con un momento espectacular de la vida de España, y de Canarias, cuando se cumplió su ilusión republicana y su generación, que luego se llamaría La Generación de Gaceta de Arte, fundó una revista, Gaceta de Arte, que consolidó en las islas una relación espectacular con las vanguardias de la época, y singularmente con el surrealismo, cuyo patrón, y papa, fue André Breton. Esa revista fue fundada y dirigida por Eduardo Westerdahl, sueco y canario, cuyo centenario se celebró en 2002 y cuya amistad con Pérez Minik les situó siempre a los dos como gemelos en ese tiempo de ilusiones que enseguida se vieron truncadas por la Guerra Civil. Ésta dejó a don Domingo (como lo llamaban sus amigos más jóvenes; siempre se rodeó de gente muy joven) "como un gallo al rojo vivo", como él mismo decía. Tras la guerra (parte de la cual vivió en la cárcel), tuvo que volver, como sus compañeros (los que sobrevivieron, porque alguno, como el poeta Domingo López Torres, fue asesinado por los fascistas en el muelle de Santa Cruz), a tareas oscuras de subsistencia; superado un cierto tiempo de ostracismo, volvió él mismo a tomar la antorcha, escribió sus debates sobre el teatro europeo y se afincó como un crítico de enorme intuición en las páginas de la revista Ínsula, descubriendo para los españoles (y para los iberoamericanos: colaboró también en La Nación de Buenos Aires) a autores que entonces no existían sino en las lecturas que le llegaban por barco, en original o en traducciones, a librerías secretas o a su apartado de Correos. En sus libros y en sus críticas, puso alerta a los lectores acerca de la obra de Grass o de Dürrenmat, se carteó con Beckett, despreció a algunos de los jóvenes airados que según él eran sólo graciosos de tres al cuarto (Kingsley Amis era su bestia negra), pero consideró extraordinaria la voluntad cosmopolita que había dentro del propio fenómeno literario. Esa circunstancia, su pasión por la lectura, le hizo un viajero incansable

..., desde el sillón de su casa. Aunque muchas veces viajó, a Madrid, a Barcelona, a Checoslovaquia, a Finlandia, a su amadísima Inglaterra, para descubrir siempre, en cualquiera de sus intensas excursiones, que, como adelantaría su amigo Beckett, uno jamás deja la isla, ésta siempre va con uno. En ese sentido, su conferencia La condición humana del insular resume su pasión filosófica más acendrada: la isla es una maravilla a la deriva, hay que saber atajarla para que no se hunda en su narcisismo siempre vigilante... Una reseña de su personalidad quedaría siempre limitada a su pensamiento y a su obra, pero quedaría incompleta si no se le añade un retrato: era un hombre guapo, elegante y radical; concitó a su alrededor amigos que le quisieron (que le quisimos) como una figura esencial en sus vidas, y enemigos que le respetaron. Una sola vez le vi darle la espalda a un enemigo de los peores tiempos: cuando se encontró de frente con el fiscal que juzgó a sus compañeros de tiempo y de cárcel. De resto era un personaje sin rencor, un socialista liberal convencido de que la libertad no se puede romper porque con ella se rompe el edificio humano. Y él era un humanista, tan sólo, pero tan intensamente un humanista. Un personaje, verdaderamente.

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