Impopularidad populista
En nuestra democracia semi-bipartidista siempre habíamos pensado que el PP tenía un "techo" que le impedía superar un cierto nivel de votos, mientras que el PSOE gozaba, por el contrario, de un "suelo". Digo "gozaba" porque disponer de un conjunto mínimo de votos ha sido siempre una garantía de ascenso o, lo que es casi mejor, de evitar caídas importantes. A la luz de las últimas encuestas sobre las próximas elecciones municipales y autonómicas del 25 de mayo, quizá debamos reajustar la posición relativa de cada uno de estos partidos. Todos recordamos cómo la gran contribución de Aznar a su partido fue el haber superado el famoso techo de Fraga. Ahora parece abandonarlo habiéndole dejado con un sólido "suelo". El PSOE, por su parte, se encuentra en la posición exactamente contraria. A pesar de la evidente impopularidad de las últimas decisiones políticas del Gobierno y haber subido con relación a las elecciones anteriores, el partido de Zapatero parece tener dificultades para franquear un determinado límite superior, un "techo".
Estas torpes metáforas electorales no nos resuelven, sin embargo, el gran enigma al que nos enfrentamos en estas elecciones: la aparentemente escasa incidencia sobre el voto de cuestiones como la gestión del Prestige o la guerra de Irak. Dada la inmensa bolsa de indecisos, es todavía demasiado pronto para emitir un juicio definitivo. Pero ya parece claro que la imparable caída de la popularidad del Gobierno ha echado el freno y ha reducido considerablemente la correlativa ventaja socialista. Imagino la perplejidad de cualquier observador exterior que hubiera estado en nuestro país hace escasamente un mes. ¿Somos acaso un país de memoria frágil o es que tanta oposición en la calle no era más que un simulacro? ¿En qué se ha quedado esa supuesta "movilización de la izquierda" o ese ímpetu ciudadano que algunos habíamos recibido como el heraldo de un nuevo estado de ánimo político?
Seguramente pueden aportarse varias razones para explicar esta situación. Uno probable es que podemos estar asistiendo a importantes cambios en la cultura política. Las nuevas movilizaciones cívicas en la calle no se traducirían así necesariamente en comportamientos políticos "dentro del sistema". La oposición radical no sólo se dirigiría contra el Gobierno, sino contra el propio sistema político institucional como un todo. Otro argumento que se escucha en ciertos pagos, y no de la derecha precisamente, apunta hacia Zapatero. Y aquí las imputaciones van desde ser incapaz para articular un "discurso ilusionante" hasta su excesivo celo por apoyarse en una "ética de la convicción" más que en una "ética de la responsabilidad". O, simplemente, en que "todavía tiene mucho camino que recorrer", que es demasiado neófito en estas duras tareas de la brega por el voto. La condescendencia se mezcla aquí con un cierto toque paternalista, que es doblemente molesto porque pasa por alto su valioso esfuerzo por mantener una coherencia en su línea política y por crear un nuevo estilo de oposición más pendiente de las propuestas creativas que de la descalificación del adversario. Pero, sobre todo, porque permite encubrir el desgaste producido por las políticas llevadas a cabo por la otra parte, el Gobierno.
La actitud de Aznar va por un camino exactamente contrario. En un gesto de trilero audaz está consiguiendo hacer populismo de su propia impopularidad. O lo que es lo mismo, ha colocado en el centro de su discurso la alusión a los costes de la "responsabilidad" y la defensa de los "intereses de España". Frente a los ideólogos y electoralistas de la "coalición social-comunista" se presenta como el probo paterfamilias, capaz de saber mejor que su prole lo que realmente le interesa. Y lo hace con la ostentación de haber asumido un coste que la magia de su machacona insistencia acabará tornando en neto beneficio electoral. Aunque en este milagro no puede olvidarse a la parte que le toca a los Consejos de Ministros y a su armada mediática. Queda por saber cuánto mérito o demérito les corresponde en esta historia a quienes deberían ser los auténticos protagonistas, los auténticos candidatos que concurren a las elecciones.
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