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Columna
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La luz

Rosa Montero

Hace algunos días tuve que acompañar a un familiar al servicio de urgencias de un hospital. La sala de espera se encontraba llena y las horas pasaban en esa enredada mezcla de aguda tensión e inmenso aburrimiento que suele imperar en estos lugares. Frente a mí, al otro lado de la sala, estaban los baños. Consistían en un pasillo recto y largo que acababa en la zona de lavabos. Al fondo, a la izquierda, se abrían las dos puertas de los urinarios de hombres y de mujeres. El conjunto carecía de ventanas y no tenía otra iluminación que la de la luz eléctrica. Me entretuve mirando entrar y salir a la gente de allí (es increíble con lo que se puede una llegar a entretener en un ataque de tedio), y en un momento dado vi a una pareja como de veinte años, con un discreto aspecto de progres tardo-hippies. La muchacha entró y él esperó fuera. Al ratito la vi salir del retrete de mujeres y apagar la luz. Luego apagó la zona de los lavabos, y a continuación el retrete de hombres. Por último apagó también la luz del pasillo, y después se reunió con su amigo y se marchó, increíblemente ufana de su buena acción ecologista. Los baños, a todo esto, se habían convertido en una caverna tenebrosa. Llegó un hombre y se detuvo en el lóbrego umbral, dubitativo; luego debió de imponerse la necesidad y se introdujo a tientas por el pasillo, desapareciendo entre las sombras. Al cabo de un tiempo considerable se encendió una luz al fondo: había conseguido atinar con el interruptor del servicio de caballeros. Entonces llegó una renqueante septuagenaria apoyada en una muleta y también se detuvo ante el oscuro túnel, obviamente insegura y amedrentada. Recordé a la muchacha, tan complacida de sí misma. Recordé la mirada de puritano desdén que nos había dedicado a los demás, a todos los irresponsables de la sala de urgencias que derrochábamos electricidad, personas enfermas, asustadas, accidentadas, frágiles. Personas doloridas en las que ella no pensó. Y me dije que en eso consistía el fundamentalismo: en adherirte a ideas quizá buenas, quizá nobles, de una manera tan dogmática y antihumana que terminas por convertirlas en aberrantes. No te puedes solidarizar grandiosamente con el planeta Tierra si antes no eres capaz de solidarizarte con la septuagenaria.

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