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El acto más inquietante

Rafael Argullol

Recuerdo las muestras relativamente recientes de un pintor y un poeta, ambos de edad avanzada pero en plena actividad, sobre las que se dibujó la sombra del suicidio. Ni en uno ni en otro caso la familia -con razón- quiso dar explicaciones pero en la ciudad se comentó ampliamente, si bien en voz baja, que se trataba de muertes voluntarias: una vez más el suicidio, o supuesto suicidio, quedaba rodeado de un halo de misterio, una palabra casi innombrable para resumir la acción más extrema y, según una forma ancestral, más inquietante.

Nuestra época se niega a explicarse el suicidio todavía con más ahínco que las anteriores. Hace poco, precisamente, la prensa recogía el décimo aniversario del presunto suicidio del primer ministro francés, Pierre Bérégovoy, con un titular concluyente: "Un final inexplicable". Quizá, es cierto, se sentía obligada a poner en duda la veracidad de la versión del momento, insinuándose hipótesis de asesinato. Pero en este caso, y en otros, el significado profundo que adquiere lo inexplicable es la negación a aceptar, o tal vez a comprender, el más radical de los comportamientos.

Una escenografía fantasmagórica y sombría rodea cualquier insinuación de suicidio a nuestro alrededor. Esto sucede muy pronto, incluso antes de que nuestra conciencia de la muerte sea realmente consistente. Me vienen a la memoria desde los años de infancia extrañas murmuraciones que aludían a suicidas en los círculos próximos de la familia. Eran susurros entenebrecidos por un respeto que se parecía al pavor. En aquellos tiempos, sobre todo en verano, no era raro oír que alguien se había arrojado a las vías del tren, una forma de suicidio que tuvo su auge y que despertaba en nuestras mentalidades infantiles siniestras y prohibidas evocaciones. Claro está que este terror íntimo no nos impedía (hablo en plural porque sé que es una experiencia compartida) elaborar sofisticadas recreaciones de aquel narcisista suicidio infantil, y de la peor adolescencia, que consiste en sacrificarse para poder ver luego, desde un privilegiado sitial, a nuestros castigados progenitores sufrir en el falso entierro.

Sin embargo, la edad adulta hereda casi intactas las prevenciones y fantasías de la niñez. El suicidio es un acto del subsuelo y el suicida alguien que traspasa las paredes de la vida a través de un resquicio vedado. Tal vez se admite vagamente la acción terminal del desesperado o la crisis incontrolada del depresivo pero resulta del todo incomprensible aquella acción juzgada como inmotivada sólo por el hecho de que el que la juzga ignora el motivo. Tres casos insignes del mundo del arte, que han sacudido a la cultura occidental serían, entre tantos otros, representativos de la crispación ante lo inexplicable: leemos, por lo general, que Mark Rothko se suicidó a consecuencia de una depresión profunda y el tono es de una cierta comprensión; de Walter Benjamin, judío, suponemos que el suicidio era un efecto del sentimiento de acoso y también el tono de los comentarios resulta moderado; nadie justifica por completo, en cambio, un suicidio como el de Stefan Zweig, un hombre que se quita del mundo porque cree, precisamente, que este mundo ya no es suyo.

El suicidio ha sido, seguramente, el principal tabú de la trayectoria humana y no obstante, quizá por esta condición, es uno de los contrapuntos mortales que mejor informa de la vida de cada época. Nada más adecuado, para comprender esta paradoja, que leer el libro de Ramón Andrés Historia del suicidio en Occidente, aparecido estos días, un estudio de valor extraordinario tanto por la documentación aportada como por el talante intelectual que la sostiene.

Ramón Andrés demuestra con gran solvencia hasta qué punto la cultura humana se ha visto determinada por la posición social ante el suicidio. El espíritu de la Biblia, por ejemplo, no es ajeno a una cierta neutralidad ante un hecho que queda dignificado cuando el héroe se autoelimina por Israel; la civilización griega tampoco escapa a las contradicciones ante el suicidio, generoso en los versos de la tragedia (Yocasta, Ayax, Fedra) pero muy selectivo en Platón, que idolatra al suicida Sócrates, "porque muere por la ciudad", pero desprecia al autodestructivo por desesperación; por fin el cristianismo, tolerante al principio, es, desde san Agustín, la gran doctrina que demoniza el suicidio, si bien, como ya insinuó magistralmente John Donne, uno puede preguntarse siempre si no ha sido Cristo el suicida par excéllence, el dios que se mata libremente, y que en ello precisamente reside su grandeza.

En el libro de Ramón Andrés se toma el pulso a las épocas a través de su capacidad para mirarse en el espejo tenido por más negro. La literatura lo registra fielmente, con el récord absoluto de Shakespeare: 47 suicidios en sus obras. Por mi parte, tengo mis preferencias. En primer término, el gran poema de Leopardi sobre la muerte de Marco Bruto como símbolo del final de la Antigüedad. Después, las palabras de Kirílov en Los demonios, de Dostoievski: "La vida existe y la muerte no". Finalmente, la opinión más incontrovertible, la del doctor Johnson, que aplasta la hipocresía: "No importa cómo muere un hombre sino cómo vive".

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

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