Injustificable

No por esperada la eliminación del Madrid de los playoffs por el título de la Liga deja de tener un efecto devastador. Por mucho que el término de la historia diste mucho de poder calificarse como sorprendente a la vista de cómo se estaban desarrollando los acontecimientos, el alcanzar el ¿final? de un imparable descenso a los infiernos provoca, siendo benevolentes, el sonrojo general.
Ha sido una cuesta abajo prolongada, avisada pero nunca resuelta, iniciada hace unas cuantas temporadas y culminada el sábado con una situación históricamente excepcional y que ha dejado perplejo al mundo del baloncesto.
Largo y tendido se ha debatido sobre el pasado y el presente de esta sección hasta convertirse en molesta comparación para los actuales representantes del club, que, al parecer, no han entendido en toda su extensión lo que significa ser jugador o técnico del Madrid. Si alguna razón les asistía en su queja sobre las incómodas sombras del pasado, en los últimos cinco partidos se han diluido hasta quedarse todos sin un mísero clavo al que agarrarse.
Porque si Imbroda debió, y ahora más que nunca, cargar con la responsabilidad de haber formado un equipo tan poco atractivo y al que, además, no ha podido dotar de ninguna de las señas de identidad que podía augurar su fichaje, a los jugadores no se les podía achacar su falta de competitividad ante superiores plantillas. No sería justo, por ejemplo, criticar a Mumbrú por no ser Bodiroga o Brabender.
Pero el camino hacia el desastre de estas últimas semanas no ha tenido como adversarios equipos millonarios, jugadores de relumbrón o territorios hostiles. El Madrid ha cavado su tumba perdiendo en casa frente al Breogán y el Auna para rematar la nefasta jugada en Lleida ante un equipo que no se jugaba nada. Y aquí ya no se trataba de equipos mejor o peor hechos. Era ya una cuestión de profesionalidad, orgullo e identidad con una camiseta que, desde luego, no se merece tal comportamiento.
Ante las críticas vertidas después de la eliminación europea, algunas probablemente desaforadas, los jugadores se quejaron amargamente. Es entendible, pero equivocaron el terreno de la discusión. La contestación no debió ser en los papeles o las radios, sino en el campo. Ese dolor tenía que haber servido para reaccionar y, en su lugar, ha dado paso a una incapacidad mayor.
La vida sigue y por enésima vez el Madrid se enfrenta a otra construcción que deberá iniciarse con una demolición casi total. El nuevo andamiaje necesita de todo aquello de lo que han adolecido los últimos proyectos: visión de futuro, coherencia en las decisiones, apuestas a medio plazo y jugadores que comprendan la idiosincrasia de pertenecer a un club de las características del Madrid.
La mayoría de estas cuestiones no reposan en el dinero. Se trata de implantar, o recuperar, una filosofía deportiva clara, tener como camino una planificación que dure más de una temporada o saber sacar provecho de la cantera, que no puede ser tan improductiva como parece.
El Madrid como institución exige la búsqueda de resultados, pero puede estar por encima de ellos. Lo que nunca podrá admitir es una dejación de funciones y responsabilidades como la que se ha vivido esta temporada. Por ahí no se puede pasar y cada uno tendrá que hacer frente a las consecuencias de una debacle injustificable en el fondo y sobre todo en las formas.
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