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Columna
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Poder de seducción

El miedo es un sentimiento fortísimo. No sé si el más intenso de los que le es dado conocer al ser humano, pero probablemente sí el más desestabilizador. Hasta tal punto que mientras, por ejemplo, los raptos emocionales, los trastornos de la pasión sólo pueden actuar como circunstancias atenuantes de la responsabilidad penal, el miedo insuperable es una eximente. Por esa razón, el simple enunciado de "no tener miedo" me parece, en lo privado, una de las definiciones posibles de la felicidad. Y en lo público, el garantizar que la gente viva con un mínimo de temores sociales, convivenciales, me vale también como sinónimo de "estado de bienestar". Sin embargo, el mundo se mueve en la dirección contraria, en el sentido del recelo y la aprensión.

No me voy a detener hoy en los grandes títulos del terror, sino en la letra pequeña, en los detalles de una desconfianza que se nos impone, y con la que, prácticamente sin resistencia, estamos aceptando convivir. Antes para registrarte en un hotel te pedían un documento de identidad; ahora además, la Visa. Y vas a una tienda de ropa y lo primero que ves, que sientes, al coger la prenda deseada es el dispositivo aparatoso e incómodo -por cierto, ¿por qué los pincharán casi siempre en el cuello?- de la alarma electrónica. Y en los bares se está extendiendo la detestable manía, que antes sólo padecías en el extranjero, de obligarte a pagar la consumición en cuanto te la sirven. Y entrar en una biblioteca o en un museo, que parecen los escenarios más propicios para que florezca en ti la confianza en la humanidad, se ha convertido en la perfecta ilustración del temor y el recelo. Tienes que meter el bolso en el corredor de rayos X -corredor de una forma de muerte de la intimidad, entre otras cosas- y pasar tú por el detector de metales, que es a menudo el de las mentiras porque se pone a chillar sin razón o, al menos, sin fundamento, mientras todo el mundo te mira, ya, medio torcidamente y sospechando. Y empiezan a ser la excepción que confirma la regla los locales sin cámaras o sin personal de seguridad. Nos estamos acostumbrando a aceptar como normal el tomar una copa, hablar de intimidades, ligar o simplemente aburrirnos, bajo la atenta supervisión de un señor de uniforme, portador, en el mejor de los casos, de una cara de palo y de una simple, aunque muy visible, porra.

Pero en realidad lo que todos esos dispositivos y esas costumbres de seguridad nos están diciendo es que nadie es de fiar. Que es perfectamente razonable prever que cualquiera -nosotros mismos- huya sin pagar la copa, la camisa o la noche de hotel. Organice al menor descuido una bronca. Robe el libro o atente salvajemente contra una inofensiva obra de arte. Y que es, por lo tanto, necesario, vital, imprescindible, que la sociedad se defienda con esos y otros y más, cada vez más, mecanismos de vigilancia y de control; y con más y más argumentos de temor preventivo y de sospecha. Esa es la formulación perversa y el peligro. Porque lo que la Historia nos viene diciendo al oído o a voces es que el miedo es el enemigo más frecuente de la libertad y el aliado más constante del poder, y que por eso lo jalea el poder cuando anda, como ahora, desatado, con delirios de grandeza, de control exhaustivo, de pensamiento unánime.

Se habla estos días de regeneración de la democracia. Creo que pasa por la recuperación de la confianza, en realidad, por la devolución de la confianza que años de prácticas políticas más que dudosas nos han ido arrebatando. Una de las más extendidas y detestables es la que dice más o menos: "Me merezco tu voto no porque yo sea bueno, sino porque el otro es peor; mucho peor, temible"; fomentando así, mediante el miedo, la idea irresponsable de que la confianza no hay que ganarla, basta con la pierda otro. Y digo "irresponsable" porque al atemorizarnos de ese modo lo que hace es eludir la responsabilidad de convencernos directamente, no por contraste; de seducirnos -sólo así debería ganarse el poder- con un proyecto alentador.

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