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ATENTADOS EN MARRUECOS | Reacciones políticas
Columna
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Tras el atentado de Casablanca

Los peores augurios se han confirmado. ¿Qué cabe hacer frente a la magnitud de la catástrofe en Oriente Próximo y las previsibles reacciones violentas en el seno de las sociedades musulmanas? A la arrogancia del poder norteamericano y a la probada ineptitud y corrupción de los regímenes árabes, no podemos oponer otra cosa que el lenguaje de la razón. Los pueblos de Oriente Próximo y del Magreb necesitan desesperadamente unos gobiernos democráticos, liberados del peso opresor de las tradiciones retrógradas y de la instrumentalización wahabí del Corán. Pero la democracia no se impone a bombazos, ni con políticas de dos pesos y dos medidas tocante a Israel y a sus países vecinos. No habrá paz posible sin una solución justa del drama palestino y un mayor conocimiento por Washington de las sociedades musulmanas y del rompecabezas de culturas y etnias de la más abigarrada y conflictiva región del planeta. Antes de lanzarse a su aventura colonial, Francia e Inglaterra sabían prácticamente todo acerca de los países que ocupaban. La Ámerica de Bush se ha sentado sobre un avispero, con total ignorancia de las consecuencias de su acción, fuera del provecho inmediato de los intereses petrolíferos, del complejo militar-industrial y de las posibilidades de reelección del presidente.

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El panorama que divisamos es bastante sombrío. Su violencia engendra más violencia y el círculo vicioso en el que Sharon encierra a Israel se extiende ya, merced a la estrategia convergente de Bush y Al Qaeda, a Norteamérica y sus comisionados, así como a los regímenes árabes tildados de apóstatas por Bin Laden: los mortíferos atentados suicidas contra residencias e intereses occidentales en Riad y Casablanca -incluida la Casa de España en la última, por el alineamiento incondicional de Aznar con Bush- son buena prueba de ello y no serán, me temo, los últimos.

El terror al terror suscita a su vez más terror: los simulacros de ataques con armas biológicas o nucleares a Seattle y otras ciudades norteamericanas muestran la voluntad de perpetuar tal estado de cosas, esto es, una guerra sin límites de tiempo sin fronteras geográficas. La población norteamericana vive ya zarandeada entre un sobrealimentado patriotismo y una psicosis de peligro cuidadosamente fomentada. Los medios informativos mostrarán aún imágenes de barbudos y charcos de sangre, pues la oficina global de propaganda los necesita. Su inseguridad real es el mejor argumento en favor de una política fundada exclusivamente, como la de Bush, en torno a la seguridad.

La razón, dice el refrán, es un jinete ligero y fácil de descabalgar. Aferrémonos a ello para evitar el descalabro y no cedamos a emociones que refuerzan la espiral de odio y de guerra. Ni el musulmán, árabe, o moro deben ser vistos como adversarios ni quienes rehusamos comulgar con ruedas de molino aceptamos que se nos identifique con las posiciones belicistas del Gobierno y la absurda participación española en la ocupación de Irak. ¿No nos basta ya con la pesadilla inacabable de ETA?

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