La emigración en campaña
Una, que ama a Pasqual Maragall porque le conoce sus muchas virtudes y hasta entiende algunos de sus defectos, no sabe muy bien cómo ponerse. De vez en cuando Maragall nos da un susto, uno de esos sustos retóricos que dejan descolocados a los ajenos, pero sobre todo descolocados a los propios. Me decía una vez Miquel Iceta, ese brillante fontanero del socialismo catalán, que Maragall es un sherpa, pero que corre tanto que a menudo se olvida de los sufridos montañeros que intentan seguir sus pasos. Y claro, unos y otros se pierden a menudo. Perdidos o desconcertados, no creo que los suyos más lúcidos estén demasiado contentos, a no ser que hayan decidido sacrificar la seriedad a favor de la estrategia estomacal. El debate, nacido al albur de una de esas típicas frases de campaña a cuerpo caliente, ha surgido abruptamente, ariscamente diría, y se ha producido como si fuera un enconado partido de tenis. Bola va, y Maragall habla de "nacionalismo étnico, sanguíneo", etcétera; bola viene, y Artur Mas le llama "terrorista dialéctico". Luego Maragall afirma que nadie le acallará, sus acólitos más pelotaris aseguran que ya era hora de que alguien se atreviera a nombrar lo innombrable y, para acabar de complicar la escena, se produce la macedonia completa: Duran i Lleida asegurando que los emigrantes no pueden votar y Alberto Fernández Díaz asociando, en Barcelona, emigración con delincuencia. La emigración a debate, pues, pero en posición tampax: puede que esté en el mejor sitio del mundo, pero lo hace en el peor momento. Sin embargo, y por respeto a la seriedad de Maragall, que es un hombre riguroso en sus convicciones, y a pesar del repelús que da tratar tema tan complejo en un escenario electoral, generalmente dado a la simplicidad, intentaré un esbozo de reflexión. Aunque quizá sólo consiga verbalizar mi desconcierto...
Primer desconcierto: ¿de qué emigración hablan cuando dicen que hablan de emigración? Resulta muy sorprendente que, justo cuando nuestra sociedad empieza a dibujar retos de hondo calado y pone sobre la mesa el paisaje de la mezcla, con los dioses, las lenguas, las culturas, las etnias del mundo haciéndose un huequecito en nuestro puzzle, nuestros dirigentes hablan de emigraciones lejanas que ya tuvieron su momento histórico de tensión -de tensión positiva- y lo superaron felizmente. Si Maragall quiere un debate de altura sobre emigración, ¿por qué no habla de lo que realmente está hirviendo en la olla de la intolerancia? No vale jugar a ponerse el sombrero andaluz en un mitin, para conseguir un voto y medio más, y escurrir el bulto de lo peruano, lo magrebí, lo filipino, lo subsahariano que vive y muere en las calles opacas de nuestra conciencia. No vale hacer la pelota a los malagueños -que es lo más fácil del mundo- y no explicar qué piensa uno de la emigración ilegal, del derecho al voto, del choque de culturas, del tema de la delincuencia, del papel de los imames, de la ley de extranjería... No vale aunque sepamos que lo primero sube la nómina electoral y lo segundo, ¡ay!, la baja...
Segundo desconcierto: ¿cómo es posible que la izquierda se dedique a devaneos metafísicos de viejas emigraciones, felizmente constructoras de la realidad actual, y no responda a las palabras tangibles y precisas que la derecha lanza sobre las nuevas emigraciones? Si quiere no callarse, nuestro amigo Maragall tiene trabajo por delante: puede empezar contestando a Duran i Lleida y puede acabar denunciando la xenofobia que las palabras de Alberto Fernández Díaz llevan implícita. ¿O eso es jugársela demasiado? Sin embargo, ¿no sería ésa la función de la izquierda?
Tercer desconcierto: puestos a aterrizar en el viejo debate, ¿por qué Maragall pone fuego allí donde no había leña? Es profundamente injusto utilizar el concepto étnico o sanguíneo para desautorizar al nacionalismo catalán, cuyos muchos defectos nunca han caído en esa grosera tentación. La única vez que en Cataluña se verbalizó un discurso excluyente y etnicista fue cuando Pompeu Gener escribió sus panfletos raciales, y ya, en ese momento, todo el espectro catalán de los convulsos años treinta pusieron al personaje en su lugar. Para bien, y con sus muchos defectos, todo el catalanismo político de la modernidad ha sido incluyente, radicalmente democrático y alejado de tentaciones raciales. Como es así, lo de Maragall no suena mal por exagerado, suena muy mal por muy injusto.
Cruza, me temo, la frontera inhóspita de la demagogia.
Último desconcierto: ¿cómo se puede atacar la tendencia innata a la retórica esencialista del nacionalismo convergente, especialmente altisonante en campaña, y después caer uno en el otro lado del esencialismo, apelando a otro tipo de patriotismo más o menos barato? Lo peor de todo es que estamos en campaña de municipales y que, por tanto, nos jugamos lo más sustancial: el gobierno de lo cercano, de lo más tangible, la organización de nuestra vecindad. Sin embargo, unos y otros han decidido aprovechar el Pisuerga para intentar ganar unas elecciones que aún no se han convocado. Y encima, suben el tono para cotizar alto en materia de titulares. Penoso favor a los ciudadanos, a esos mismos que, diciéndoles que las municipales son importantísimas, no les diremos nada de sus municipios. Y es que todos somos un poco como Mendiluce, que nos presentamos en Madrid y vivimos en Sitges...
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