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Columna
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Despedidas

Vivimos también días de carpetas cerradas, cajones vacíos, armarios ordenados y despedidas. Una velada sensación de fatiga y melancolía flota en el aire solemne de los pasillos oficiales. Las elecciones son puro ruido, un torbellino de promesas que juegan a iluminar el futuro con la linterna de la actualidad inmediata. Caras, declaraciones, lemas, carteles, debates y aplausos, muchos aplausos, porque la gente quiere tocar con la yema de los dedos su mañana, y su pasado mañana, y corre hacia todas las cosas que pueden cambiar o que deben confirmarse. La realidad tiene prisa y arma una escandalera decisiva, ladra y muerde al mismo tiempo. La voz de los políticos danza en los mítines como una bola en una ruleta, y los asistentes buscan en la apuesta compartida una anticipación del éxito, una alegría que anuncie el final de la jugada. Algo va a ocurrir y hay que estar allí, formando corro, envolviendo el suceso con el apoyo de nuestra propia curiosidad. Pero en otro lugar, en la apartada orilla de los asuntos que no son vistosos, algunos ciudadanos empiezan a desalojar sus despachos, cierran carpetas, remueven los cajones, ordenan armarios. Si se les observa con atención cuando cruzan el pasillo, se nota que sus carteras van un poco más cargadas que de costumbre, quizá llevan libros dedicados, fotografías enmarcardas, cuadernos con anotaciones personales, agendas que han perdido su urgencia y son ya reliquias de unos años que doblan la esquina del pasado. La fiesta de la democracia vive también en esa despedida silenciosa, en el adiós del que cierra la puerta y abraza al conserje que le subía el café de las 11 de la mañana.

Al día siguiente de las elecciones habrá políticos que necesiten dejar su despacho. Ahora, en medio de la campaña electoral, otros políticos han iniciado el desalojo. No han querido presentarse, o no han podido, y ordenan sus recuerdos en un campo sentimental fronterizo entre el final de unas vacaciones muy laboriosas y la jubilación. Se acaba un trabajo, se pasa a la reserva, los relojes ponen el punto final a una rutina que se ha pegado a la existencia cotidiana, una rutina cargada de teléfonos, rostros, citas, preocupaciones, conserjes y cafés con leche. Esta jubilación no significa descanso, mañanas de paseo y ocios de pensionista, sino el regreso a un trabajo distinto. El maestro volverá a sus clases, el abogado a sus juicios, el médico a su hospital, el funcionario a su oficina y el descolocado a las listas del paro. Aquí no hay triunfalismo, ni promesas, ni declaraciones ruidosas, sino el sigilo de las puertas al cerrarse y la fragilidad de un medio ambiente minúsculo, el de un despacho institucional, que poco a poco cambiará de olores, de adornos y de costumbres. El silencio resulta menos llamativo que las ruidosas alegrías del mitin, pero es una parte decisiva de la democracia, una melancolía imprescindible, un consuelo, una forma natural de la respiración cívica. Cada uno bajará los escalones con su cartera recargada y su conciencia, con el peso de los años vividos o con la sombra de una insatisfacción. El tiempo nunca se pierde, pasa de una manera o de otra. La fragilidad del tiempo democrático es la única defensa de los ciudadanos ante la estabildad metálica del poder. Adiós y gracias.

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