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El Eje del Bien

La pregunta es: ¿por qué hay que irse tan lejos de casa para combatir al Mal, con lo que cuesta el desplazamiento? Desde los más lejanos tiempos hasta nuestros días se acepta que el Bien y el Mal vienen enfrentándose sin cesar y que los defensores del Bien sitúan a las hordas del Mal al otro lado de una frontera trazada de modo terminante para que no se mezclen ni se confundan. Tanto en épocas de alta concentración religiosa como en las más recientes y laicas, el modo de enfrentamiento se representa siempre de esa manera, a saber: el bien y la paz somos nosotros -quienquiera que seamos nosotros- y el mal viene siempre de afuera y trata de romper nuestra bien ganada paz por medio de la amenaza y la conquista. Una muestra actualizada de ese modelo es la película (o la novela, bastante más rica y compleja) El señor de los anillos. Con un concepto realmente globalizador del conflicto, se cuenta cómo si no se frena al Mal, que una vez más ha despertado para apoderarse del mundo conocido, todos los pueblos que habitan la Tierra Media irán cayendo en sus garras uno tras otro y el reino de la luz se convertirá en el reino de las tinieblas.

El profesor Tolkien escribió este libro desde su profundo conocimiento de la mitología y el mundo medieval, y también -aunque a él no le gustase admitirlo- desde el temor que la figura de Hitler y su amenaza tenebrosa concitaban en su alma. Abrazado a la tradición, no dudó en poner frente a frente al Mal y al Bien porque así está escrito desde siempre, desde las más antiguas civilizaciones. Y así, desde los vascos neolíticos -que, según los aranistas actuales, vivían en un edén de paz y autoestima tipo hobbit hasta que fueron conquistados por un maligno poder, lo cual les obliga a defenderse por cualquier medio, ya que, al ser esencialmente buenos y nobles, son redimidos de toda mala acción aparente- hasta el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, que se negó a firmar y reconocer la autoridad de la Corte Penal Internacional para evitar juicios a la legitimitad de actuación de aquellos de sus representantes que lleven a cabo crímenes de guerra, el Bien siempre ha estado de un lado y el Mal del otro; el Mal siempre se ha alzado contra el Bien, porque es de ideas fijas, y ha avanzado sembrando amenazas de muerte hasta que el Bien, puesto entre la espada y la pared y muy a su pesar, ya que alardea de no ser belicoso, se ha visto obligado a salir a campo abierto a plantar cara y dar la batalla. Y así toda la vida, pero siempre enfrente, nunca juntos.

Nunca juntos. Es extraño que el Bien sepa tanto del Mal si no se juntan más que para batirse y que el primero siempre derrote al segundo (o, al menos, eso es lo que cuentan siempre las crónicas del Bien, que son las que permanecen). Quizá convenga abandonar a Tolkien, a la tradición, y venir a la actualidad en busca de un Mal más moderno, más laico incluso, como corresponde a la civilización occidental. Así por ejemplo, en la América del Bien, el señor Herman Melville -al que nadie hizo caso ni leyó en su momento- construyó una historia apocalítptica acerca del Mal representado por una blanca ballena; pero en esta historia -importante detalle- el capitán Ahab, un fanático religioso que la persigue para restablecer el equilibrio del Bien y de su propia alma atormentada, es destruido con su barco y toda su tripulación excepto uno: el que ha de contarlo. Y ¿qué ha de contar?: el suceso, el ejemplar suceso, a todos los hombres vivos que se pueden dejar tentar por el fanatismo del Bien. Porque el Bien puede ser tan fanático como el Mal, eso lo saben en las sociedades puritanas o de origen puritano.

Un siglo después, otro escritor americano, Cormac McCarthy, en la estela apocalíptica de Melville (como bien ha hecho notar Harold Bloom), contará una historia de sangre y muerte en su impresionante obra maestra Meridiano de sangre. Es un paso más allá de Melville, pues aquí es el Mal el que se identifica con el Bien en la figura estremecedora de ese juez Holden, blanco y monstruoso como la ballena, que cabalga con los hombres de Glanton para limpiar el mundo. La narración se apoya en hechos reales, una carnicería infernal en la frontera entre México y EE UU a mediados del siglo XIX. Y cuando todo degenera en una vorágine de exterminio, sus palabras revelan la materia moral de la que está hecho: "Todo juego aspira a la categoría de guerra, pues en ésta el envite lo devora todo, juego y jugadores. (...) La guerra es el juego definitivo porque a la postre la guerra es un forzar la unidad de la existencia. La guerra es Dios".

El viejo ermitaño de la novela de McCarthy expone la cruda verdad acerca del conflicto del Bien y del Mal desde su idea religiosa de la vida: "Cuando Dios creó al hombre, el Diablo estaba a su lado", visión nada gratificante para los campeones del Bien. Una mirada civil a la realidad confirma aún con mayor claridad que el Mal está sólo allí donde está el Bien; no enfrente, sino a su lado, o a sus espaldas o a sus pies, como su misma sombra. Terciopelo azul, una película realizada hace una decena de años más o menos en el país del Bien, empieza a mover su terrible contenido cuando un joven encuentra una oreja humana cortada en un prado de su ciudad, una encantadora comunidad provinciana al más puro y acaramelado sueño de vida americano de los cincuenta, una comunidad bendecida sin duda alguna por el Dios de los americanos. A partir de ahí, David Lynch, su director, empezará a desvelar cómo en la vida cotidiana y bajo los pies de la tranquilidad y el buen sentido, la maldad se extiende como una colonia de gusanos bajo tierra. El Mal está en el mismo lugar que el Bien y se alimenta de lo mismo que su antagonista: sus céspedes, sus casas, sus pájaros, sus alimentos... el Mal lo impregna todo y la inseguridad es el único suelo firme. El Mal está en casa.

En casa, sí. El presidente Bush, su camarilla y los lobbies salieron de nuevo, en cumplimiento de un deber histórico, a campo abierto a combatir al que definieron como eje del Mal, y decidieron que, una vez más, éste estaba lejos, en remotas tierras cubiertas de sangre e injusticia. Como el juez Holden y la milicia de Glanton, arrasaron aquellas tierras y las llenaron a su vez de sangre e injusticia porque, al parecer, Dios iba con ellos. Al menos Holden sabía que él era como Dios ("Todo cuanto existe sin yo saberlo, existe sin mi aquiescencia"). ¿Lo sabe el presidente Bush, se lo cree el Pentágono, lo contempla así el pueblo americano?

El arte no adelanta el futuro, pero intuye bien el presente. De hecho, la narrativa americana viene dando de un tiempo a esta parte testimonio indirecto de una vi

sión de su sociedad cada vez más descolocada, aterrada y, por eso mismo, más apocalíptica; véanse, por ejemplo, libros como La mancha humana, de Philip Roth, o Submundo, de Don DeLillo. No son derrotistas, sólo miran y cuentan lo que ven. Y lo que ven cada vez con mayor inquietud es que el eje del Mal está allí, en su tierra, exactamente pegado a la espalda del eje del Bien, porque es su espacio natural y donde primero hay que ir a buscarlo y controlarlo. No es necesario viajar a Oriente Próximo o a la isla de Grenada. Un día, quizá demasiado tarde, como sucede a menudo, puede que la sociedad media y bienpensante de los Estados Unidos, armada y aterrada a la vez y no sólo por causa del 11-S sino también por sí misma, descubra que el ojo del Bien que los mira y protege es también el ojo del Mal, que el Dios que les habla a cada uno de ellos por ser norteamericanos quizá se parezca inquietantemente a ese juez Holden cuya idea de la unidad global es la guerra misma. Confiemos en que entonces, al contemplar su propia imagen en el espejo de la vida, no enloquezcan y nos coloquen a los demás al otro lado de la frontera. Sería terrible que llegáramos a temer a un país que nos ha enseñado tantas y tantas cosas admirables acerca de la Libertad y los Derechos Humanos durante el pasado siglo.

José María Guelbenzu es escritor.

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