El mejor romanticismo pianístico
Sigo la carrera de la excepcional Maria João Pires desde 1970, cuando se alzó con el Premio Internacional Beethoven, organizado por las radios europeas con motivo del segundo centenario del grande e inconformista músico de Bonn. Contaba entonces Maria João 25 años y asombró a un numeroso jurado internacional y a una exigente audiencia con sus versiones que parecían cosa no sólo de un espíritu elevado y de una técnica sin mácula, sino también de una inteligencia madura y una penetración muy honda de cuanto se esconde detrás de las notas. Después hemos admirado su Mozart, su Schubert, su Ravel, su Debussy, su Chopin o su Schumann.
Digo todo esto para afirmar que anteanoche en Madrid, dentro de la serie de Grandes Intérpretes que organiza Scherzo-Fundación y patrocina, junto al IAEM y la Fundación Hazen, EL PAÍS, la Pires dio acaso lo mejor y más grandioso de su talento musical, de su certero instinto, de su amplitud técnica y de su refinada sensibilidad. No exagero: sería necesario recordar los nombres más señeros del pianismo para encontrar algo semejante y pienso en Benedetti, en Gieseking, en el mismo Rubinstein.
Ciclo de Grandes Intérpretes
Maria João Pires (piano). Obras de Schubert y Chopin. Auditorio Nacional. Madrid, 13 de mayo.
Ya el programa constituía una lección: dos catedrales de la historia del piano como son la Sonata en si bemol, D. 960, de Schubert, y la nº 3, en si menor, op. 58, de Chopin, dos medidas inefables del Romanticismo. Con la dificilísima naturalidad que la caracteriza, la Pires iluminó con claridades meridianas los complejos trasfondos de tan altas invenciones a partir de una creación de sonido tan bella e íntima como diversificada en sus posibilidades dinámicas, en las que siempre cabía un más allá. También en sus silencios incorporados al discurso musical a partir de Beethoven, como bien trató el profesor García Morente -filósofo y músico- en uno de sus más agudos escritos sobre el hecho musical.
Un público que abarrotó la sala grande del Auditorio Nacional siguió, con pasión y ensimismamiento, los discursos de Schubert y Chopin, penetró en el casi milagroso tema inicial del vienés o en el cantábile infinito de polaco en el Largo, a través de un diálogo entre la razón y el ensueño en el que se nos daba cuanto esperábamos a pesar de que la misma intérprete imponía, paso a paso, nuevas exigencias para obligarnos a una escucha activa y a un silencio de los de respiración contenida. Una vez más, las palabras han de ceder ante el lenguaje de la música que, como insistía Falla, se explica desde sí misma. Brava, bravísima artífice de un arte sin vanidad, perfecto y cálido, es Maria João Pires, cuya próxima visita deseamos fervorosamente que no se aleje.

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