La renovación permanente
El pasado Viernes Santo leímos en este periódico que Francia anuncia una reforma educativa basada en "acabar con el legado de Mayo del 68". Se trata, según la noticia, de propiciar una vuelta a los valores de la tradición, el mérito y el trabajo. A primera vista estaríamos, a lo que parece, ante un discurso que recuerda lo que sucede por estos lares. Pero no nos engañemos. Lo que propone el ministro Luc Ferry es "volver a los principios de la laicidad, base de la escuela republicana".
En las páginas de Sociedad de ese mismo día, el diario hacía eco de las posiciones religiosas fundamentalistas de Bob Dylan y de Mel Gibson. Unos días antes, Saramago hacía pública su desafección hacia el régimen de Castro, lo que motivó algunos artículos y cartas de renombre en aquiescencia con el escritor. Al mismo tiempo, la guerra de Irak planea todavía sobre la conciencia de todos nosotros, con su carga de horror adyacente. En nuestro país, sin ir más lejos, el gobierno parece empecinado en posiciones y actitudes más interesadas en manifestar firmeza y entereza de carácter que en favorecer la conversación con los ciudadanos. ¿Qué está pasando? ¿Significa todo esto que el impulso de renovación iniciado hace más de cuarenta años ha vencido? ¿Será que se perfila ante nosotros un giro con un rostro inconfundible?
Pensar que la historia se sucede entre vaivenes de extremos opuestos es una simplificación. Por otra parte, decir que la renovación ha terminado sugiere estrechamente que se acepta el fin de la Historia, pues ésta sólo existe cuando hay contestación. No es preciso tampoco jugar con las ideas y afirmar que la renovación pasa ahora por una apuesta por la tradición, ya que esto suena tan tonto como decir que lo más moderno últimamente es volver a lo antiguo. Preferible es encontrar una especie de dialéctica entre tradición, contestación y progreso, una perspectiva según la cual algo siempre permanece, a la vez que algo se gana, cada vez que se abandonan posiciones anteriores. Tal vez entonces pueda entenderse un poco lo que ocurre cuando nos acercamos a los titulares mediáticos.
Así vistas las cosas, más que lamentar lo que se ha ido deberíamos quizá reparar en lo que hemos ganado. No tenemos más que comparar la uniformidad en blanco y negro de hace unos cuarenta años con el pluralismo tolerante que hoy vislumbramos. Acaso podemos decir que, al menos en el orden civil de las prácticas privadas e íntimas, hemos ensanchado nuestra perspectiva moral incorporando y aceptando comportamientos y sujetos largo tiempo marginados. Pero el hecho de que hoy tengan cabida en nuestro entorno actitudes, posiciones, maneras, manifestaciones y gestos impensables cuando el cerco de las restricciones y exclusiones acechaban la vida, no ha supuesto una mengua en la calidad de nuestras convicciones morales. Más bien al contrario. Lo cierto es que, si bien nuestro espacio moral se ha ampliado, su estructura ha resultado adelgazada y a la vez fortalecida. Tenemos muchos menos prejuicios, pero las creencias que perviven en nosotros son más firmes. Tendemos a ser absolutamente intolerantes con la tortura, con la pena de muerte, con las guerras injustificadas, con el sufrimiento gratuito, con la violencia doméstica. Y éstas han venido a ser unas creencias irrenunciables en favor, a poco que se mire, de la vida en cualquiera de sus manifestaciones. Ante esto, creo que aunque no es cuestión de estar cegados por el optimismo, tampoco hay que ceder a la desesperación. Sospecho que una amplia mayoría comparte estas creencias, a tenor de lo que predomina simplemente en la calle. No obstante, no conviene adormecerse y pensar que lo ganado es para siempre. La Historia ha demostrado en ocasiones que lo que una generación ha conseguido, la siguiente lo puede echar fácilmente a perder.
Una prueba de que el juego no ha acabado se percibe cuando nos percatamos de que no estaría de más insistir en la profundización y extensión de los derechos civiles. En cualquier caso, no nos gustan las concepciones globales acerca del tiempo, ya que sólo sirven para excluirnos y dejarnos al margen de los acontecimientos. La imagen de sujetos simplemente expectantes ante lo que sucede no nos satisface. Queremos tener en nuestras manos el destino que nos corresponde. Una forma no del todo correcta de decirlo es que no podemos -no debemos- dejar la política enteramente en manos de los políticos. Porque una cosa es el pragmatismo inherente a la tarea de los gobernantes y otra muy distinta la política que se persigue. Y es esta política la que debemos aprobar o rechazar los ciudadanos a través del ejercicio inagotable de nuestros derechos. Por ejemplo, con el propósito de ensanchar y a la vez fortalecer el espacio de las prácticas políticas, tal como parece que hemos ido ampliando, adelgazando y robusteciendo el ámbito civil de las convicciones morales.
Jesús Gisbert es profesor de filosofía.
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