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Columna
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Comunistas

Este pobre Aznar ya no sabe qué animal sacar de la chistera para hacer olvidar a propios y ajenos, partidarios y detractores, los infortunios sucesivos del chapapote, de la guerra, de la sucesión sin final, de la boda principesca de la niña que tan mal caló en la fracción de su electorado con sangre de un vulgar color rojo en las venas. Primero nos viene con lo de la condena de Batasuna por parte del Gran Padre Bush, espaldarazo que bien ha merecido todas las aguas contrarias de los últimos meses, el rechazo de la opinión pública, la muerte de un millar de civiles bajo las bombas (es decir, usando su mismo argumento, que para encender un cigarrillo no hay nada más útil que provocar un incendio de cuatro plantas). Y ahora, cuando toca enfrentarse a los estrados y partir de gira por los caminos de España, empieza de nuevo a nombrar a los comunistas, a invocar al terror rojo, a verter anatemas contra la hidra de cien cabezas que es necesario cercenar. El recurso, por apolillado y viejo, no creo que conserve mucha de la eficacia que Aznar le atribuye: el único lugar en que los comunistas suponen hoy peligro es China, donde temen que los virus están a punto de socavar los principios de Mao. Con semejante empanada mental, Aznar se expone a lo que ya casi se ha convertido en una rutina en los encuentros de su partido: a que algún espectador respondón se levante de su asiento en mitad del acto y le increpe o le enseñe un retrato del Che Guevara, como el que se atrevieron recientemente a refregarle dos jóvenes en Málaga. Ataque este último que él devolvió acordándose de Fidel Castro, ese gran Fraga del Caribe.

Flaco favor ha prestado Fidel a los pocos comunistas que en el mundo quedan con sus últimas sentencias de muerte; los adversarios, por el contrario, están que levitan: Aznar no puede creerse que el viejo comandante le haga un regalo de este tamaño para la campaña electoral que acaba de emprender. Ahora García Márquez y Saramago se ven obligados a aguantar que se los nombre candidatos al asilo, y confesarse comunista se ha convertido en un gesto de mala educación que sólo debe efectuarse en la más estricta intimidad, como los eructos y la depilación de las axilas. Por enésima vez, Aznar y sus centurias pretenden usar el adjetivo para insultar a sus rivales, para hundirles en la miseria moral y el barro político; un poco, me parece a mí, ensuciándolo con las siniestras resonancias del epíteto fascista: con lo cual da una muestra supina de miopía ideológica, porque no son lo mismo. Ni hoy ni nunca debe ser deshonroso, para nadie, proclamarse comunista. Los abusos obvios en que han caído muchos de sus dirigentes y el fracaso del sistema implantado en los países de la órbita soviética no invalidan uno de los idearios políticos más comprometidos con el ser humano de cuantos nos ha ofrecido la Historia, así como uno de los más cargados de porvenir y de esperanzas. Las purgas de Stalin y las pataletas de Castro carecen de poder para impugnar la lucha por la igualdad de oportunidades, por la educación y la sanidad públicas, por la protección al desfavorecido, por la abolición de la tiranía capitalista que divide la Tierra en clientes y propietarios, en ricos y pobres. Reivindicamos un proyecto, no la interpretación que de él han hecho unas bocas que no nos convencen.

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