Viejos
No corren buenos tiempos para ser viejo. Los avances médicos han conseguido que ahora vivamos muchísimo, pero la mayoría de las veces con una salud harto precaria. La sociedad no está preparada para este repentino aluvión de ancianos chungos, artríticos, cegatos, renqueantes, a menudo incapaces de valerse por sí mismos. La familia extensa, que antes se hacía cargo de sus mayores, ya no existe. De hecho, en la sociedad occidental están dejando de existir incluso los hijos. España es uno de los países con menor índice de natalidad del mundo, lo cual significa que mi generación se encamina hacia una vejez especialmente solitaria, carente de cuidadores consanguíneos.
Las residencias de ancianos y los programas asistenciales son escandalosamente insuficientes y cada día lo serán más, porque la población envejece de modo vertiginoso. Hoy ser viejo es carísimo, y ésta me parece una de las mayores injusticias sociales: resulta repugnante que el mero hecho de tener o no tener dinero pueda convertir tu vejez en una etapa protegida y tranquila o en una progresiva pesadilla que puede durar un montón de años. De ese abandono fatal que afecta a cientos de miles de españoles casi nadie habla, porque los ancianos carecen de fuerzas para protestar y terminan muriendo tan calladitos dentro del encierro de sus casas.
Pero hay algo aún más triste que ser viejo y pobre, y es ser viejo y rico y que quienes te cuidan te roben como buitres cuando aún estás vivo. Éste parece ser el caso de Imperio Argentina, a juzgar por las amargas acusaciones que se están intercambiando los sobrinos. Alguien se ha quedado con todo el dinero de la actriz, dejándola arruinada; y las disputas vuelan implacables sobre la vieja dama como si la pobre fuera ya cadáver. Y es que lo peor de los tiempos actuales es nuestro desprecio hacia los ancianos. Abusamos de ellos, les ninguneamos y les aparcamos fuera de nuestra vista. Hemos olvidado que los mayores, además de ser la memoria del mundo, son nuestros exploradores, los únicos que conocen lo que nos aguarda. ¿Qué se puede esperar de una sociedad que desdeña la sabiduría de sus ancianos? No es de sorprender que seamos tan necios y tan banales.
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