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Columna
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Mitin

Al estadio de Mestalla le sobraron gradas, o le faltaron simpatizantes del partido en el gobierno. El mitin estelar de José María Aznar en la campaña para las municipales y autonómicas del 25 de mayo se quedó a media entrada, lo que parece lógico tras la que ha caído en la política española estos últimos meses (huelga general, catástrofe del Prestige, guerra de Irak...). No quiere eso decir, ni mucho menos, que el PP tenga perdidas las elecciones. Sólo que a Eduardo Zaplana le ha fallado estrepitosamente el cálculo publicitario. A él y a Aznar, que no debe estar contento. Querían avasallar en Valencia, como hace siete años, y han pinchado. Así son las cosas cuando se pierde la medida y "ese extraño fenómeno emocional llamado opinión pública", en palabras de Joseph Conrad, se enfría ante la propaganda. Los populares, con el amor propio al descubierto, vuelven a ser humanos, como lo intenta ese candidato a la Generalitat, Francisco Camps, que medio esconden tras la vanidad de su mentor. Eso que hemos ganado: nada le puede venir mejor a la sociedad valenciana que ver cómo descienden del pedestal algunos dirigentes y dejan de perdonarnos la vida a los ciudadanos con cada cosa que dicen, hacen o prometen. Al margen del resultado que finalmente arrojen los comicios, el pathos triunfalista y altivo en el que el PP ha envuelto su ejecutoria los últimos ocho años da muestras de fatiga. La credibilidad y el atractivo son, a decir de los expertos, las dos fuentes principales de persuasión en la psicología social. Las dos sufren, inexorablemente, los embates del tiempo: se desgastan. Más aún si la combinación de racionalidad y emotividad presente en toda opción política se desequilibra hacia un maniqueísmo de vuelo corto, como ocurre al airear el mito del enemigo (autor de cualquier mal, real o imaginario) como justificación de la bondad propia, sin percatarse de que el destinatario puede haber compartido manifestación o manifiesto, indignación o zozobra, protesta o desencanto, con esa supuesta bestia negra. En fin, el mitin de Mestalla sólo ha sido un síntoma, aunque la lección resulta clara: un poco más de modestia en las formas y de sentido de la realidad en el mensaje.

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