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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Días de flores en una ciudad china

Para alguien de Girona, 30 años viviendo y trabajando en Barcelona son suficientes para empaparse de nostalgia hasta enfermar. Sobre todo si eres de la plaza de Santa Llúcia, a caballo del barrio viejo y el valle de Sant Daniel y te has acostumbrado a contar las horas de las noches más lentas con las campanadas de alguno de los cinco campanarios que alcanzas a ver desde tu ventana: el de la Catedral, Sant Feliu, Sant Pere de Galligants, Sant Nicolau y las Capuchinas. Y más aún si te has pasado los veranos infantiles calando las redes y los palangres en la línea que separa las rocas y la arena de la Illa de mal entrar, en la costa de Palamós, o pelando mazorcas de maíz en Aiguaviva. O si has aprendido la melancolía en las noches serenas y blancas de los inviernos del internado del Collell intentando imaginar la casa familiar en algún lugar detrás de aquella masa oscura de la montaña de Rocacorba. Ese internado del que hoy hablan los soldados de Salamina y que a los que vivimos en él nos dejó un nudo en el estómago y un montón de lágrimas en los ojos, tan húmedas que a veces creo que todavía siguen ahí. Seguramente por eso, cuando en 1973 llegué de estudiante a Barcelona, a un piso de la calle de Sant Elies, dije que al cabo de nada volvería a Girona. Hoy lo sigo diciendo.

Hay gerundenses que viven desde hace 30 años en Barcelona, pero a la que pueden 'bajan' a Girona. Son una 'mafia' poco organizada

Mientras tanto, 30 años de provisionalidad. Siempre con la bolsa a punto. Siempre ejerciendo de gerundense, recreándome en el recuerdo y en la militancia. Y eso que de todas las mafias de comarcas que hay en Barcelona, la de Girona no es, ni de lejos, la más compacta. Las de Lérida o Reus lo son mucho más. La mafia de Girona es simplemente la que ha hecho más literatura de su propia condición. Fardamos de que somos de Girona y fardamos también de que la echamos de menos. Y lo hacemos con tal dedicación, que acabamos añorándola de verdad, tan intensamente que si no buscáramos mil conjuros acabaríamos en una depresión profunda.

Para combatir y cultivar la nostalgia usamos toda clase de tácticas. La más contundente es la de bajar cada fin de semana. Es sabido que los gerundenses bajamos a Girona, quizás porque el camino nos resulta fácil y placentero. Los deportes constituyen el eje de una de las estratagemas más simples: cada lunes por la mañana buscamos los resultados de los equipos de hockey de Blanes y Maçanet con tanta devoción como los del Casademont de básquet o los del Palamós y el Figueres de fútbol. Viviendo en Girona seguramente no nos preocuparíamos ni del pobre equipo local de fútbol que desde que inauguró el estadio de Montilivi sobrevive en cualquier categoría, aunque este año jugará la promoción a Segunda B. Llamamos a menudo a casa para preguntar si ha llovido y se han regado los huertos y los bosques. Preguntamos si ja es fan bolets o si el agua del mar está a punto para zambullirse.

Algunas veces escribimos. Sobre Girona, claro. Fono, mi cuñado, se ríe de los recuerdo. Los recuerdo son aquellas piezas exageradamente sentimentales que empiezan "recuerdo cuando...". Da igual. Es otra manera de luchar contra la depresión a la que nos conduciría esa obsesión enfermiza. Leer las Gironas de los demás es otro remedio que proporciona satisfacciones inmensas y también algunas sorpresas colosales, como la descripción del escritor norteamericano Paul Theroux (el autor de La costa de los mosquitos), en Las columnas de Hércules, el libro en el que recoge su recorrido por la costa mediterránea en otoño de 1995: "El corazón de Gerona es medieval; sin embargo, desde el tren Gerona era como un paisaje de China: los edificios simples de ladrillo, los árboles desnudos, las colinas secas y brillantes desde fuera, la severidad, las calles barridas por hombres con escobas de ramas, los árboles como palillos y los tejados; la encontré similar a cualquier ciudad china del mismo tamaño, incluso hasta el crecido río Onyar, con sus aguas de un color dudoso. Lejos del río, la forma de plantar en huertos estrechos, el aspecto de los tejados de las casas, la pulcritud, las huertas, la ausencia de decoración, todo le daba un aspecto intensamente chino".

Son las calles, los tejados y los huertos que se encaraman en terrazas desde el río hasta la Catedral y Sant Domènec. Patios que durante años sólo pudimos ver desde lejos, encerrados en sí mismos, hasta que la apertura de las murallas nos descubrió una perspectiva próxima e inédita excepto para algunos canónigos y algunos propietarios de los pocos pisos altos del barrio antiguo. Son los patios que este fin de semana han abierto de par en par a los que se acercan a la exposición de flores de Girona, convertida en la otra gran fiesta de la ciudad. Porque en la mayoría de las ciudades catalanas, como en Cataluña misma, hay las fiestas oficiales -muchas no exentas de éxito- y algunas fiestas a secas. Como Sant Jordi para toda Cataluña, la semana de las flores de Girona es la fiesta de bienvenida al verano, justo cuando los cielos son más transparentes después de las lluvias de primavera y el verde de los campos promete toda clase de dichas. Es cuando en Girona, esta ciudad que a alguien le recuerda a China, los jardines se abren "como un corazón de luz en aquellos cuerpos de piedra" en la menos exótica, pero feliz descripción de Miquel de Palol. Es esa semana en que Girona explota. Y duele, porque sabes que seguirás diciendo que, esta vez sí, dentro de nada volverás a Girona.

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