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LA COLUMNA
Columna
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De demonios y espantajos

EN LA INTRODUCCIÓN a su precioso Manual para viajeros por España y lectores en casa, Richard Ford escribía allá por 1845 que el término España parecía inventado para confundir al viajero: ni un rey que se llamara de España, sino de las Españas, ni una metrópoli que hubiera desempeñado el papel de Roma, París o Londres, ni nada que pudiera confundirse con un sentimiento de pertenencia a una patria común. La Patria, en el sentido de España, no pasaba de ser tema de declamación, de buenas palabras, pero cuando se le preguntaba a alguien por su patria, a lo que se refería era a su localidad, todo lo más a su provincia. De ahí, avisaba, la fortaleza del localismo en España; de ahí que España fuera "hoy día, como ha sido siempre, un manojo de cuerpos pequeños atados unos a otros con cuerda de arena".

El panorama que Ford dibujaba para sus lectores ingleses hace más de siglo y medio, ¿tendrá hoy alguna vigencia? ¿Sopla hoy tan fuerte el viento de lo que Ford llamaba localismo como para que aquel manojo de cuerpos esté a punto de volar por los aires en todas direcciones? Tal vez no sea más que por el habitual recurso de los líderes autoritarios a percibir la realidad en términos de "yo o el caos", o quizá porque el Partido Popular cultiva desde su aparición en escena, con excelentes resultados, un regusto por lo agónico, pero es el caso que ante la inminencia de elecciones vuelven a sonar los viejos clarines del miedo: que se rompe España, dicen ahora, que se rompe España si la coalición social-comunista, contubernio de extremismos y radicalismos de toda laya, triunfa en las elecciones.

Es como un castigo que nos cae encima sin culpa alguna de nuestra parte. Desde comienzos de los años noventa no hay campaña electoral que no venga rodeada de advertencias apocalípticas, como si en cada elección no se tratara sólo de cambiar Gobiernos, sino de Estado y hasta de vida. En esta ocasión, y con objeto de proclamar la inamovilidad de la Constitución, Aznar ha conjurado a los "demonios históricos", unos personajes evocados por Franco precisamente en la ceremonia de presentación de la última ley fundamental de la dictadura, la Orgánica del Estado. Recuerden los españoles, dijo Franco un día de 1966, "que a cada pueblo le rondan siempre sus demonios familiares", para advertir contra la anarquía y el extremismo; recuerden los españoles, repite Aznar cuarenta años después, sus demonios históricos, para advertir esta vez contra la izquierda y el radicalismo.

Históricos o familiares, es curioso que los demonios conjurados por Aznar en su defensa de la inamovilidad de la Constitución sean sustancialmente idénticos a los invocados por Franco al presentar su Ley Orgánica del Estado. Curioso porque esta ley, que enfáticamente se presentaba como "permanente e inalterable por su propia naturaleza", ni siquiera llegó a durar diez años, mientras que la vigente Constitución, que aspiraba a la permanencia, pero no a la inalterabilidad -puesto que dejaba más de un cabo suelto y preveía su propia reforma-, goza de estupenda salud, gracias, en buena parte, a que su desarrollo ha progresado en una dirección federal. Sin duda, no faltan problemas ni amenazas, ni ha sido suficiente un desarrollo federalizante para acabar con el terror sostenido en el nacionalismo vasco. Pero si éste es un permanente motivo de preocupación, más motivos hay de celebración: llevamos 25 años sin estados de excepción, sin supresión de garantías constitucionales, sin cierres de parlamentos, sin irresolubles crisis de gobierno, y, lo que es más importante, con una mayoritaria aceptación, libre y consciente, de la diversidad y la plurinacionalidad reconocidas en la Constitución.

Sobre todo, llevamos 25 años acudiendo tranquilamente a las urnas con la sensación de que, sea cual fuere el resultado, no se hundirá el mundo. Los tonos apocalípticos, la conjura de fantasmas, la pretensión de atar aquel manojo de cuerpos, hoy no tan pequeños como en los tiempos de Richard Ford, no ya con cuerda de arena, sino con cinturón de hierro, pueden satisfacer a los nostálgicos de leyes fundamentales permanentes e inalterables; pero a los ojos de una mayoría social crecida en la tolerancia parecerán espantajos que, más que miedo, acabarán por provocar un encogimiento de hombros seguido del castizo y muy local ahí te quedas. Y es que el personal, que ya tuvo bastante ración de demonios con los administrados por Franco, no está para muchos extremismos, ni siquiera para el extremismo constitucional.

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